Un tipo duro

A lo largo de primaria conocí a unos cuantos sujetos dignos de mención. Estaba Jesús Selma, un chalado hiperactivo que nos amenizaba las clases (a alumnos y profesor) con su sabiduría de la vida: podía explicar con todo lujo de detalles cómo era la explosión (el explotío, según él) de una bombilla cuando la tirabas contra el suelo o lo que pasaba cuando le metías un cigarro por el culo a un camaleón, conocimiento que, según él, adquirió saltando con su primo la valla de “un campo” (ese “campo” del que te hablaban muchas veces tus amigos, ya sea de su padre, su tío o de nadie en particular). Teníamos al Ganaza, un interfecto de la peor calaña cubierto de pecas y de aspecto de haber empezado a fumar con cuatro años cuya mayor contribución a la clase fue traer una goma de borrar del tamaño de un borrador de pizarra con la que entre clase y clase jugábamos al despiadado juego del gomazo, de reglas bastante básicas. En alguna ocasión nos relataba historias de dudoso gusto, como aquella en la que se tiró a su novia en un colchón mohoso que encontró en un campo (“el campo”), y otras veces iba más allá y se sacaba su arrugado pene para demostrar la frondosidad de su mata de pelo sin que nadie se lo pidiera. Todo esto con diez u once años. Nosotros teníamos la teoría de que era hijo, tal vez ilegítimo, de Guillermo, un vagabundo bien conocido en nuestra ciudad por sus paseos sin fin y sin rumbo; pero creo que esta hipótesis se ha quedado obsoleta, como la de los dinosaurios que arrastran la cola.

Pablo Saucedo, una especie de Draco Malfoy de permanente gesto de estar oliendo mierda, era otro compañero a recordar. Era pomposo y arrogante, e hijo del profesor que hizo repetir a Belén (la de la pinta de Guinness) tercero de secundaria. Las leyendas cuentan que se le ha visto liarse con tías cerca de espejos para tener controlado su peinado. También estaba Edopedo, un chaval con aspecto de haber escapado de los óleos de una capilla (era sonrosado y tenía el pelo muy rubio y cortado a capa) y que solía ser víctima de todo tipo de vejaciones, en parte por su aspecto de angelote y en parte porque todos sabíamos que no era especialmente difícil hacerle llorar. Una vez, cometió el tremendo error de dejar su tamagotchi, cuya criaturita había sobrevivido durante un tiempo récord gracias a los cuidados de su dueño, a Jesús Selma. También en tiempo récord, Jesús Selma se lo devolvió muerto, con un apesadumbrado “quillo, se m’ha matao”. Edopedo, como un amorcillo enrojecido y lloroso, se lo contó a la profesora en un mar de lágrimas y mocos. “Dodotis” solíamos llamarle, aunque, por lo que recuerdo, nunca llegó a mearse encima.

Es que no sé qué foto poner.

Y luego estaba el bien llamado actualmente Psicópata, que se creyó a pies juntillas a Jesús Selma (expendedor de traumas, destructor de infancias) cuando le dijo que la señorita Marisol, de matemáticas, se comía a los niños. Aquello tuvo consecuencias que ninguno de nosotros habría podido predecir: ese día Psicópata se escondió bajo su pupitre, perdiendo su condición humana para parecerse más a un guiñapo lacrimoso al que a veces se le entendían palabras sueltas como “se me va a comer” y “ogro”, y a partir de entonces sólo le vimos el pelo por clase los martes, cuando no había matemáticas. Al año siguiente, cuarto de primaria, se esfumó para volver de una forma tremendamente aparatosa a mi vida hace como tres años, en una retorcida historia que tal vez cuente algún día.

El tipo del que voy a hablar hoy no es necesariamente más llamativo que los que ya he nombrado. De hecho, generalmente pasaba bastante desapercibido. Pero tanto Fernando como yo teníamos más contacto con él que con cualquier otra persona de la clase, porque era nuestro amigo y jugábamos con él en el recreo. En clase apenas nadie se fijaba en él. No era un asocial ni un marginado, sólo un tipo reservado y silencioso que prefería no ser el centro de atención ni hablar en alto más de lo necesario, y que sólo cuando salía al recreo sacaba a la luz su naturaleza oculta. Entonces se convertía en Alan Powell.

Supongo que su carácter tímido por naturaleza le molestaba. Esto, unido al hecho de ser el más pequeño de la clase, debió afectarle de algún modo y a tratar de compensarlo por alguna otra vía. Y encontró esa vía en el recreo y en la gente con la que tenía verdadera confianza, es decir, en Fernando y en mí. Alan Powell era un tipo duro. Él decidía a qué jugábamos, siempre con frases lapidarias tipo segurata, y siempre escogiendo juegos de gran carga testosterónica, en los que él se autoadjudicaba el papel de líder y pasaba a llamarse Alan Powell, nombre que rebosaba masculinidad por todas partes. Para hacer oficial todo esto, un buen día llegó a clase con una camiseta en la que ponía “I AM THE BOSS”. Se acercó a mí, se señaló la camiseta y dijo “¿queda claro?”.

Su mundo era el mundo de las infiltraciones militares al más puro estilo Metal Gear Solid. De hecho, las palabras “como en el Metal” eran habituales en él. Nuestros juegos consistían siempre en introducirnos en bases de operaciones llenas de cajas y tuberías ideales para ocultarse del enemigo y saltar de nuestros escondites para freírlo a tiros a cámara lenta, como en una película de John Woo. Por supuesto, la base de operaciones debíamos construirla con la imaginación sobre las pistas de fútbol y baloncesto de cemento que eran el patio del colegio, y nos pasábamos la media hora que duraba el recreo moviéndonos con lo que a nosotros nos parecían gestos de táctica militar. Bueno, en realidad era lo que le parecía a él, creo que a Fernando y a mí no nos convencía tanto la verosimilitud de todo aquello. A él, en cambio, todo aquello le entusiasmaba incluso demasiado. A veces montaba en cólera porque yo me había colocado en lo que aparentemente era un sitio desprotegido en el que el enemigo podía verme, por lo que se podía suponer que en su mente realmente había un mapa táctico dibujado con milimétrica precisión sobre lo que en principio era una burda cancha en la que los niños se dejaban las rodillas. Gustaba de desplegar sus conocimientos militares en forma de opiniones sobre la que le parecía el arma más práctica para cada tipo de misión. Yo, como amante de lo retro, hablaba de revólveres, pero él despreciaba esas armas jurásicas y me recomendaba que me decantase por una magnum no-se-cuántos. Visto en perspectiva, creo que sus conocimientos no eran tan amplios, pero claro, con decir “magnum” en vez de pistola ya estaba en posición de impresionar a sus ingenuos amigos.

El mundo de Alan Powell.

Nuestros roles en la misión (¿juego? ¿cómo que juego?) eran claramente delimitados por Alan Powell antes de empezar, así como las normas. Respecto a lo primero, la cosa era sencilla. Alan Powell nos señalaba uno por uno y nos endosaba un papel con un seco imperativo: “Tú eres el ayudante serio. Tú eres el patoso que siempre lo estropea todo. Y yo soy el jefe.” Yo era el patoso, como Joxer, y Fernando era el ayudante competente. Y el caso es que estos papeles nunca cambiaban. Sólo a veces, cuando Edopedo también participaba, Alan Powell se sacaba de la manga un rol aún más humillante para él, que venía a ser “paquete completamente inútil que sólo estorba y acaba muriendo de una forma penosa”. Respecto a las normas, Alan Powell comenzó a ser estricto desde el momento en el que Fernando utilizaba lagunas legales del juego para salirse con la suya, como escaparse de un esbirro agarrándose a un pedazo de “aire duro”. Alan Powell se enfadaba y decidía que a partir de ese momento no existía el aire duro. La única licencia que nos permitía era alguna que otra Onda Vital; dada la época en la que se desarrolló nuestra feliz infancia, habría sido contradictorio dejarlas fuera de cualquier juego (incluso en el fútbol caía alguna, o al menos un intento).

Alan Powell trató de extender su actitud decididamente X-TREME del recreo no sólo a la mayoría de aspectos de su vida, sino también a los de la nuestra. Autoproclamado por alguna razón mi consejero artístico, un día se le metió entre ceja y ceja que mis cómics de aquel entonces, de genuina inspiración ibañezca, eran de nenaza (cosa extraña teniendo en cuenta que a él le gustaba leer Mortadelo y Filemón) y necesitaban un urgente lavado de cara, o en otras palabras, una inyección de testosterona. A este respecto ideó un cómic en el que él escribiría el guión y dibujaría los cuerpos, todo ello convenientemente virilizado, dejándome a mí la tarea de añadir las cabezas y meter chistes y frasecillas graciosas. El resultado, que no pasó de dos páginas, era un auténtico engendro al que probablemente acabaríamos pegando fuego, en el que los cuerpos hormonados que él dibujo con trazo tembloroso y con un lápiz HB sin punta contrastaban con las cabezas de dibujo animado que yo hacía con bolígrafo azul y que iban totalmente por su cuenta. Algo parecido a Bajo el bramido del trueno, pero aún peor.

Como todos los tipos duros, o todos los tipos que quieren parecer duros, Alan Powell odiaba que le vieran llorar. Lamentablemente, su naturaleza de niño tímido le jugaba malas pasadas demasiadas veces, y más de una vez le vimos llorar apartando la cara con un cinematográfico gesto de dolor, como si realmente sufriese por el daño que estaba sufriendo su masculinidad. Yo trataba de acercarme a él y decirle algo, pero Fernando me detenía poniéndome la mano en el hombro significativamente, diciendo: “No, Miguel… Déjalo.”

El ocaso de Allan Powell llegó con el último año de primaria. Con el tiempo perdió el interés por la puesta en práctica y comenzó a aficionarse a pasar los recreos directamente hablando del Metal Gear Solid, y especialmente del cansino Final Fantasy VII con un tipo al que llamaremos Jacko, cuya vida parecía limitarse a estos dos juegos. Alan Powell, aquel infiltrado táctico precoz amante de las explosiones fingidas y la pistola imaginaria, se había vuelto un coñazo. Y así acabó desapareciendo. Fernando y yo fuimos al mismo instituto, y él se fue a otro. Cuando cuatro años después él entró en nuestro instituto para hacer Bachillerato, nuestro reencuentro se desarrolló como cabía esperar, hablando de quien hablamos. Nos miramos y él asintió una vez, con virilidad y complicidad. Yo hice lo propio. Y siguió andando. Creo que no volvimos a cruzar una palabra.

Alan Powell, ese tipo que por algún motivo siempre aparece en mi mente con gafas de sol, sea cual sea el recuerdo, era uno de los varipintos sujetos que poblaron mi mundo en primaria, y la última vez que lo vi iba por ahí de goti-heavy light. ¿Rememorará con añoranza las misiones de infiltración, las magnum y aquellos hediondos cómics dibujados a cuatro manos? Todo veterano de guerra tiene algún momento en el que en sus ojos brilla la emoción de los combates del pasado, susurra alguna frase que soliese decir a sus hombres y casi desea volver a sujetar un arma entre sus manos. Alan Powell no puede ser una excepción. Porque, recordemos, Alan Powell era un tipo duro, pero a veces los sentimientos le traicionaban. Estoy seguro de que a veces ese tipo duro llora al recordar el pasado.

5 comentarios en “Un tipo duro

  1. Jajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajaja.

    ¿Vas a empezar con las memorias? Puede ser muy divertido.

    ¿Crees conveniente que le deje al señor «tipo duro» este link en su muro?

  2. ¡Pintarrajea su muro sin miedo!

    De vez en cuando escribiré (o reciclaré) algo autobiográfico, el gran reto será conseguir que también haga gracia al puñado de lectores que no me conocen ni a mí ni a la gente de la que hablo…

  3. adivina quien invitó una año a edopedo a su cumpleaños y era el tercer miembro de la charla diaria sobre lo guay que era (y es) el final fantasy VII…

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