Ayer, sábado, me levanté a las nueve menos cuarto de la mañana para ponerme en una cola frente a la Fnac y pillar una entrada para el preestreno del nuevo Godzilla. Habrá a quien esta afirmación no le parezca una proeza, a fin de cuentas a esa hora ya brilla el sol, y probablemente tengan razón; pero a mí me cuesta mucho levantarme más allá de esas horas en fin de semana –o cualquier día– y los pocos días que consigo dormir en condiciones sin levantarme anormalmente temprano son pocos, así que lamenté especialmente tener que arrastrarme de la cama y salir a un entorno hostil precisamente ayer. Si no sabes cómo funciona esto de los preestrenos de la Fnac, lo explico: de tanto en cuando la Fnac manda un pequeño y misterioso sobre negro sin remitente ni información ni logotipos –tan sólo de vez en cuando una esvástica dorada– a sus socios. Éste contiene una nota informativa sobre algún próximo preestreno exclusivo para el que se repartirá gratuitamente un número limitado de entradas en cada Fnac de España un día concreto y a una hora concreta. Tan sólo hay que hacer cola y confiar en que las entradas no se acaben antes de que te toque a ti. Luego, ya que estás allí puedes darte una vuelta por la Fnac y comprar cosas, eventualidad que sin duda es una feliz consecuencia no premeditada por la empresa.
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El Propósito de Año Nuevo de Miguel Roselló
Creo no ser excesivamente temerario al señalar a Helen Fielding, Bridget Jones mediante, como la principal culpable de que tantísimas personas se dediquen a lanzar propósitos de Año Nuevo como un obsesivo mantra para empezar a ignorarlos casi antes de haber tenido tiempo de arrancar la hoja de enero del calendario y encima regodearse en ello. El anónimo Pedro (el mismo que se pasea por su casa) da un puñetazo sobre la mesa el 1 de Enero de 2034 y pone a Dios por testigo de que va a dejar de una vez los cigarrillos espaciales; pero para el 25 de Enero Pedro descubre con gran sorpresa que no sólo no ha dejado los cigarrillos espaciales, sino que su consumo de los mismos ha aumentado. Esto, que debería ser motivo de humillación y sentimiento de fracaso, es para Pedro una divertida anécdota que contar con los colegas en la próxima excursión a algún lago lunar, anécdota que sin duda uno de sus amigos coronará con un alegre “¡qué personaje!” remozado con las risas de los demás.

El cinéfalo
Hubo un tiempo, no exactamente antes de internet, en el que vivíamos más relajados. Un tiempo en el que no sentíamos la necesidad de rendir cuentas ante nadie, salvo quizá tu grupillo de amigos, acerca de lo que nos gustaba o nos dejaba de gustar. No antes de internet, pero sí antes de las redes sociales. Permíteme señalar la diferencia: salvo que seas muy egocéntrico, tus amigos son tus amigos y tus contactos de red social son tu público. Y frente a un público todos nos volvemos actores. Antes del internet 2.0 nos divertía indagar en nuestras aficiones y aprender cosas nuevas poco a poco. El proceso que nos llevaba de profanos a fans expertos era lento, largo y orgánico; pero lo curioso es que este proceso no era una senda agónica durante la cual sufríamos ante el pensamiento de que en cualquier punto del camino alguien podría averiguar que aún no lo sabíamos TODO sobre nuestra creciente afición pongamos, las Monster High. En 2003 (un 2003 hipotético en el que las Monster High ya están en el mercado), aún está socialmente aceptado no haber nacido sabiendo algo. Ese punto de inflexión en el que tienes un primer e ignorante contacto con tu futura pasión enciclopédica por las Monster High está tolerado. Sin embargo, eso cambió primero con los foros y después con las redes sociales. Al igual que la señorita Trunchbull clama no haber sido jamás una niña, en el mundo 2.0 pretendemos borrar con vergüenza que hubo alguna vez un pasado en el que no lo sabíamos TODO acerca de las Monster High. Que Draculaura está saliendo con Clawd, el atractivo hermano mayor de Clawdeen, y que en 2012 ha cumplido 1600 años, con el consiguiente merchandising de celebración. Que las Monster se libraron de su principal enemiga del colegio, Becca, cuando a ésta la enviaron a otro intituto en el cuarto libro de la saga (en la serie de televisión no sale). Que Cleo no fue concebida como una de las protagonistas sino que fue dejando atrás su rol negativo poco a poco con el paso de los libros.

Una mañana cualquiera…
Una mañana cualquiera, me arrastro fuera de mi casa para enfrentarme a un nuevo día en el mundo real. Qué se le va a hacer, por poco que me apetezca, la fábrica de pasteles de crema y lencería me necesita. Voy caminando, pensando en mis cosas e intentando no mirar a la cara a ninguno de los transeúntes con los que me cruzo, no vaya a ser que conozca a alguno y tenga que pararme a saludarle y fingir que tan inesperado encuentro me congratula. Me detengo frente al mismo paso de peatones por el que cruzo cada mañana, pero esta vez hay algo diferente en él. Alguien, y tiene aspecto de organismo más o menos oficial, ha inscrito con spray un mensaje en letras de molde: “uno de cada dos muertos en accidentes de tráfico era un peatón, ¡usa los pasos para peatones!”. Me quedo observándolo un rato, hasta que el semáforo se pone en verde y puedo cruzar. Mientras camino, pienso en lo que acabo de leer y llego a la conclusión de que es un mensaje estúpido por dos razones. La primera es que “uno de cada dos muertos” es el cincuenta por ciento, o séase la mitad. Asumo que la intención del mensaje es advertir a los peatones de que están en una situación especialmente delicada cuando se trata de enfrentarse al habitual caos automovilístico, pero con esos números el peatón sólo puede llegar a la conclusión de que sus probabilidades de morir son las mismas que si hubiese cogido el coche esa mañana. Dos de cada tres muertos, uno de cada uno y medio; eso son cifras convincentes, a fin de cuentas apuntan a una inferioridad del peatón (señor Walker) frente al conductor (señor Wheeler) y a una probabilidad significativamente alta de ser arrollado. Pero a no ser que se me escape un tercer elemento en la ecuación (peatones, conductores y algún hipotético gato de Schrödinger del mundo urbano que es a la vez peatón y conductor), esta estadística afirma que si como peatón te colocas con los brazos en cruz al paso de un vehículo desbocado tanto tú como el coche tenéis las mismas posibilidades de acabar convertidos en un amago de lo que un día fuisteis. El segundo motivo por lo cual el mensaje resulta estúpido es esa manía de nuestra sociedad de echar sermones precisamente a quien hace las cosas bien porque los otros no están ahí para escucharlos. El trabajador eficiente y puntual tiene que aguantar peroratas sobre llegar tarde y escaquearse del curro porque los culpables por definición no van a estar presentes; los clientes que contribuyen al buen funcionamiento de la industria videográfica comprando DVDs originales deben soportar estoicamente antes de ver su película cómo se les insinúa que son unos ladrones de bolsos, de coches y de la propiedad intelectual; y los peatones que eligen cruzar por donde se les ha asignado han de leer inquietantes amenazas de asesinato que teóricamente no van dirigidas a ellos. El mensaje debería estar en mitad de la carretera, no en un paso de peatones.

El Opinador
Pongámonos en situación. Estás navegando por la red como un zombi, buscando cualquier chorrada interesante que justifique el retrasar un día más la próxima entrada de tu célebre blog porque te sientes tan vago que te das asco a ti mismo. Entras en un foro en el que nunca escribes, pero en el que siempre sabes que encontrarás algo nuevo que leer y publicar en otro lugar sin mencionar las fuentes, quedando así como una especie de sabio hechicero al que la información le llega por inspiración divina. Y como todo el mundo anda bastante entusiasmado últimamente con la última princesada de Disney, Rapunzel (que le den por saco al título real), raro es el día en el que un forero no cuelga una crítica que ha encontrado por ahí, para compartirla con los demás usuarios. Hay a quien le gusta la película, y hay a quien no. Y hay críticas bien escritas y las hay que no. Y entonces me topo con esto, que un alegre usuario con ganas de marcha ha tenido ganas de linkear y que me da una perfecta excusa para hablar de algo que me ronda por la cabeza desde hace un tiempo:

Halloween en The R Lounge
I was working in the lab late one night, when my eyes beheld an eerie sight for my monster from his slab began to rise and suddenly to my surprise…
…He did the mash. The Monster Mash, para más señas. Sí, señor, esta noche es esa noche que tantos buenos ratos ha hecho pasar a los críos y no tan críos de Estados Unidos. Ésa que llena de colores y festivos esqueletos de papel maché las calles de México. Ésa que en España da pie a escenas de vergüenza ajena protagonizadas por pequeños gamberros empeñados en importar los aspectos más vandálicos de tan festiva tradición y por mayores que, empecinados en que las únicas fiestas respetables son aquellas en las que hay señores empalados que sangran y efigies de mujeres que lloran y en las que nosotros tenemos que estar muy serios y apesadumbrados, no siguen el juego ni a la de tres. A mí me gusta Halloween, cosa inaudita teniendo en cuenta que gran parte de la gracia de este 31 de octubre está en que vecinos a los que no conoces ni tienes intención de conocer abordan tu casa al grito de “dadnos caramelos” con una confianza casi insultante. Claro que viviendo en el país que vivo, la llegada del 31 de octubre me provoca una malsana inquietud, dada la certeza de que un año más tendré que asistir a ese quiero y no puedo, ese sucedáneo de Halloween que he descrito más arriba, mal inevitable si queremos que algún día España celebre la noche de las brujas tal y como se hace al otro lado del charco. Y si resulta que no quiero asistir, los espíritus de la noche darán buena cuenta de mi puerta con sus huevos podridos. Espinoso dilema.

Qué coñazo con los ochenta, me cago en la leche
Resulta un tanto chocante leer algo así en este blog, sinónimo de elegancia y estilo, pero es que esta frase que encabeza la entrada de hoy es la que salió de mi boca, franca y desde el fondo de mi ser, cuando compré la Cinemanía de este mes y vi a un lado de la portada, junto al enorme rostro de Robert Pattinson, un letrero que decía “las películas de los ochenta que nos gustaría ver remakeadas”. Dejando a un lado lo infame que resulta que una revista profesional redacte un artículo del que se desprende que el mayor honor que puede recibir una película memorable de los ochenta es ser víctima de un remake, sorprende lo barato de una excusa para enumerar por enésima vez las mismas películas de los ochenta de siempre, en el también enésimo intento por parte de Cinemanía de ser la revista más friki del sector en el peor sentido de la palabra (friki, no sector; lerdos). Podía pasarme horas recreándome en los puntos negros de una revista que no hace tanto era estupenda y que ahora es poco menos que lamentable, y podría pasarme horas bloqueado frente al teclado al tratar de explicar por qué la sigo comprando; pero no es ése el meollo de mis pensamientos de hoy. Tengo la sensación de que cada dos números la revista de marras se las apaña para publicar un temible artículo nostálgico sobre los ochenta, los ultratrillados, quemadísimos y manoseados ochenta.

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Los bodrios que me gustan
Ayer la señorita Belén mencionó repentinamente una película que a lo mejor os suena: Jesucristo cazavampiros. Claro que os suena. Caspa, serie B, despiporre, qué risa. La mención de la película de marras hizo que volviese a mi mente algo que había estado pensando días atrás, y que ahora tendréis que escuchar. Mala suerte, ya sabéis a quién echarle la culpa.
A no ser que tus amigos sean de los de polo de Lacoste, fiestuki por la noche y 40 principales (dejadme catalogar a la gente en paz, llegaremos antes al meollo), te será familiar esta situación: un puñado de frikis (que a día de hoy significa que se descargan Perdidos en inglés) han quedado para hacer un maratón de cine cutre. Pero no cutre tipo George A. Romero, sino cutre-cutre; expoitations ponzoñosos de presupuesto en números negativos, títulos rocambolescos, chistes de vergüenza ajena y casi siempre, casquería y sexo gratuitos. Estos amiguetes, que se caracterizan por ser unos cachondos, en palabras de sus conocidos o de las personas que les ven cantando la canción de Heidi por la calle a voz en grito, tienen fama de ir a su bola. Viven para “echarse unas risas”: lo hacen a todas horas, temen que puedan morir si dejan de reír a cierta intensidad. Y por eso se reúnen para ver cine casposo, para asegurar un suministro de risas frikis que dure unas cuantas horas. Se ríen cada vez que en la película ocurre algo truculento, tenga o no gracia. Es una norma básica. Veneran las películas en inversa proporción a su calidad y les encanta sentir que son unos colgaos que van a su bola porque ven cine de mierda que a nadie le gusta pero que a ellos les provoca la extraña reacción de decir a voz en grito “¡es Dios, es Dios!” cada cinco minutos, fenómeno que, como dice Manolito Gafotas, tiene desconcertados a científicos de todo el mundo.
