You get the best of both worlds, chill it out, take it slow… Then you rock the show.
–Hannah Montana.
Tal y como se intuye por la letra de la canción, ella vivió rápido y de la misma forma murió. Amy Winehouse, digo. Pero esto no era más que una reflexión aislada. Hoy nuestra protagonista es Miley Cyrus. En pleno 2011 da la impresión de que su fugaz reinado toca a su fin, y aunque aún puede escandalizar mucho más con vídeos cada vez más cercanos al bondage puro y duro, su trono se ha visto más que usurpado por artistas más jóvenes que ella. Como en Eva al desnudo; aunque tras cincuenta años las cosas han cambiado bastante, y las divas decadentes del mundo del espectáculo tienen diecinueve años. Es un mundo cruel, éste del entretenimiento. Miley Cyrus lo está comprobando, y una vez su exiguo arsenal artístico se ha agotado ya sólo le queda el triste recurso de enseñar cacho en sus vídeos y mostrarse al mundo como una buscona de tercera de cuerpo recauchutado (su cara ya comenzado el proceso de erosión plástica). De la fructífera hornada del 92 ella fue la primera en ser tocada por el dedo mágico del imperio Disney, pero también la primera en oscurecerse. El mercado latino (perdón, sudaca) norteamericano es cada vez más importante, y ahí está como prueba el éxito de las dos estrellas de Disney Channel inmediatamente posteriores a Miley: la drogata Demi Lovato y mi futura esposa, Selena Gómez. Con los Jonas Brothers prácticamente fuera de combate, el resto del pastel se lo reparten el ultracarismático Justin Bieber (heredero de Kurt Cobain, recordemos) y la recién llegada del pecho de su madre Rebecca Black. A Miley sólo le queda observar desde un rincón, con un vaso de brandy en la mano y un torcido gesto de desprecio en su cara prematuramente arrugada y sobremaquillada. En su mirada se pueden ver los recuerdos. La añoranza por tiempos mejores, y una reflexión sobre los vaivenes de la vida. Y pensar que todo podría haber sido completamente diferente por un leve giro del destino.