La tranquilidad de la noche en Privet Drive se vio súbitamente interrumpida por un destello luminoso que apareció por el final de la calle acompañado de un creciente ruido. El Autobús Noctámbulo atravesó como una exhalación la carretera, a tal velocidad que a veces las ruedas ni siquiera tocaban el suelo.
Al volante, un enloquecido Sirius Black hacía bruscos gestos para evitar atropellar a los gatos que iban saliendo a su paso. Tras el asiento del conductor, Harry Potter, el niño que vivió, estaba agazapado entre lastimeros llantos y en calzoncillos, convencido de que de un momento a otro se estrellarían brutalmente y lamentándose de no poder sobrevivir aunque sólo fuera para sacar a la policía de su error cuando ésta descubriera su cadáver semidesnudo junto al de un desaliñado adulto de cuestionable y vicioso aspecto.
−¡Agárrate, apadrinado, porque voy a poner a este autobús en órbita!
Harry observó la desquiciada cara de Sirius y se preguntó por qué todas las desgracias del mundo mágico tenían que ocurrirle a él. No era suficiente con haber descubierto su condición de horrocrux, haberse enterado de que tenía una enloquecida hermana melliza que había arruinado la última cena protocolaria del Ministro con una tarta explosiva y haberse visto envuelto en un cómico malentendido no exento de connotaciones homosexuales con Draco Malfoy la semana pasada. Ahora se dirigía a por lo menos doscientos kilómetros por hora hacia un destino fatal, convencido de que aquel viejo autobús sería su féretro, compartido con su padrino Sirius. Le miró. Todo había ocurrido demasiado rápido. Y no sólo el hecho de encontrarse en tan temible situación. El retorno de su padrino de entre los muertos pocos días antes era algo que aún no había tenido tiempo de asimilar.
