Hace más o menos un año, Ricky Gervais se volvió famoso. Bueno, no, miento, famoso era antes. Hace un año se volvió masivo. Desde que empezó su andadura mediática en 2001 con The Office, Ricky Gervais nos mostró un modelo de comedia peculiar y mucho más contundente y reflexivo de lo que podría parecer a simple vista, ya que cada sketch ideado por él llevaba implícita la lección de que no todo chiste sobre racismo es un chiste racista. Cómo no, quien dice racista dice misógino, de mal gusto u ofensivo en cualquier sentido. Se trata de una visión inteligentísima que hoy, más que nunca, urge que penetre en demasiadas cabezas duras obsesionadas por la corrección política, ese cáncer social totalmente carente de sentido que acorrala y demoniza las opiniones más valiosas y ensalza las más absurdas. Era dudoso que si algún día Ricky Gervais llegaba a convertirse en un auténtico fenómeno de masas de la comedia los motivos fueran éstos. La explosión de Gervais llegó el año pasado, en la ceremonia de los Globos de Oro de 2011. Su recital no fue sino otra muestra de su estudiada forma de hacer comedia (un poco más desatada y deliberadamente polémica de lo habitual), pero por supuesto y para no variar, su calado en la masa fue bastante superficial. Todo el mundo se quedó con la cara y las formas de ese tío tan polémico que cuestionó en directo la sexualidad de Tom Cruise y puso de vuelta y media a la mitad de Hollywood. Ohú, tío, no veas cómo se pasa, es un Dios. Cómo mete caña.
Y hete aquí que yo empecé a cansarme de Ricky Gervais justo entonces.

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