Mortadelo y Filemón mola, y ha molado siempre. Desde que tengo uso de razón he tenido cómics de Mortadelo en mis manos. El primero, Misión de perros. Y más mola ahora, cuando me conozco los entresijos que hay detrás de su creación y su desarrollo, gracias al libro El mundo de Mortadelo y Filemón (una auténtica joya que leo y releo varias veces al año) y al foro de la T.I.A. Años creyendo que lo sabía todo sobre las criaturas del maestro Ibáñez y resulta que había millones de datos y anécdotas ocultas que desconocía. Este redescubrimiento tuvo lugar hace como tres años, y desde ese momento, montones de cosas cobraron sentido: por qué los cómics fechados en la segunda mitad de los ochenta estaban tan jodidamente mal dibujados, a qué venía esa estructura episódica a cuatro o seis páginas tan característica, por qué llegado un punto las páginas contenían cuatro y no cinco tiras de viñetas, qué demonios pasó cuando Ibáñez dibujó El sulfato atómico para que fuese tan diferente del resto de su obra, por qué algunas historietas cortas autoconclusivas parecían haber sido chapuceramente enlazadas con la inmediatamente anterior mediante un bocadillo mal introducido…
Todo este rollo viene a cuento de una de las cosas más curiosas (y bochornosas) que descubrí durante los primeros días de mi periplo por el foro de la T.I.A (Técnicos en Investigación Aeroterráquea, ¡ya no lo explico más!): el reciclaje de portadas, una de las chapuzas recurrentes de Bruguera durante el periodo que tuvo en su seno a Mortadelo, a su jefe y al padre de ambos (Ibáñez, lo digo más que nada para evitar confusiones). Resulta que Ibáñez trabajaba a destajo para Bruguera, dibujando a un ritmo endiablado de tropecientas páginas por semana (y las dibujaba, no era como Vázquez, que entregaba una página dibujada y debajo, todas las demás en blanco). El pobre hombre, como la mayoría de nosotros, tenía (tiene) un límite; así que a veces la editorial, en lugar de encargarle una portada nueva, agarraba una vieja y la reutilizaba. Bueno, si la cosa se limitara a reutilizar, no estaría perdiendo ahora mi tiempo contándolo. Mira tú qué cosa, las reutilizaban, hay que ver qué malos eran. Pero no es el caso. En Bruguera no se contentaban con reutilizar, sino que ponían a un empleado cualificado (un mono) a convertirlas en algo nuevo, o al menos, que lo pareciese. Y es ahí donde se vislumbra el origen simiesco de nuestro empleado cualificado, porque de otro modo no se explica el nivel de cutrez (¿cutrez? ¿Existe esa palabra?) de los resultados.

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