¿Os acordáis de Tim Burton? Sí, hombre, ése que tiene un nido de cigüeñas en la cabeza y que va siempre de negro. Ése que dice que estar casado con Helena Bonham Carter pero más bien parece estarlo con ella y con Johnny Depp, con los que vive en comuna mormona. Ése que es la causa directa de que los salones manga se hayan convertido en un pozo purulento lleno de quinceañeras pseudogóticas que afianzan su individualismo llevando el mismo bolso de Jack Skellington que lleva absolutamente todo el mundo. En definitiva, ese tipo que un día fue un director interesantísimo y con muchísimas cosas que decir y que hoy se ha convertido en una caricatura de sí mismo sin absolutamente nada que ofrecer.
Tras dos cortos tan bellos como legendarios, Tim Burton salió del cascarón en 1986 con La gran aventura de Pee Wee, una película que ya exudaba un estilo propio por todos sus poros. Beetlejuice limó las asperezas de ese estilo aún recién nacido, y Batman continuó ese proceso, que culminó con el refinamiento total de esta nueva figura del cine en la preciosa Eduardo Manostijeras. Hasta aquí la etapa de aprendizaje de Burton, a la que siguió su película más retorcida, la absolutamente genial Batman vuelve, la minimalista Pesadilla antes de Navidad (sí, ya, dirigida por Selick, bla, bla, bla) y la complejísima Ed Wood, que condensaba todo lo aprendido por Burton a lo largo de sus películas anteriores. Mars Attacks!, siempre esperando su justa reivindicación, marcó un punto de inflexión. Algo le pasó a Tim Burton después de esta película, que perdió el norte. El pulso entre la autonomía creativa y la sumisión comercial comenzaba a decantarse peligrosamente hacia lo segundo, y de este modo Burton entró en una etapa que, con sus altibajos, llega hasta hoy y en la que irónicamente destaca, como una orquídea en un campo de cardos borriqueros, su obra maestra total, Big Fish.
