Bella y Bestia no son

Esta historia empezó en 2010. No, en realidad empezó en 1996, cuando a alguien se le ocurrió que las nuevas tecnologías habían avanzado lo suficiente como para epatar al paleto medio con 101 dálmatas convincentemente recreados vía CGI. Como contrapunto humano, se fichó a Glenn Close para que lo diera todo como la Cruella de Vil definitiva. El tiempo ha relegado todo aquello a la categoría de mera curiosidad mencionada de tanto en cuando, el 99% de las veces por boca de alguien que fue crío en aquella época. Las pocas veces que pensamos en aquella película la asociamos a la bufonada inofensiva media que entendíamos por cine familiar a mediados de los noventa. Los perritos en CGI no han quedado sino como una gota más en el océano de las monstruosidades digitales de aquellos terribles años que sucedieron a Parque Jurásico en los que Hollywood se volcó en la creencia de que los gráficos por ordenador habían alcanzado el pináculo de la creación virtual, justo entre los cocodrilos de Eraser y los monos de Jumanji. Muchas buenas palabras se dedicaron al trabajo de Close, palabras merecidas pero en última instancia irrelevantes, dado que veinte años después las aguas han vuelto a su cauce y la mención de Cruella de Vil nos trae a la mente la inmortal creación animada de Marc Davis en 1961 y poco más. Una nueva intentona de tratar de remplazar la perfección en el imaginario popular está a la vuelta de la esquina, con Emma Stone recogiendo el testigo de Close, pero no adelantemos acontecimientos.

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Eso, quedémonos aquí un momento más, para reflexionar sobre cometer los mismos errores dos veces.

Que el camino a seguir por La bella y la bestia, versión 2017, vaya a ser el mismo sería una afirmación prematura. De hecho podría pronosticarse lo contrario, en vista de las excavadoras de dinero que está llenando y le quedan por llenar; pero los caminos de la taquilla son inescrutables. Si Avatar no se menciona menos de lo que ya se hace, es precisamente por comentarios de gente que se pregunta por qué nunca se habla de Avatar.

2010 inaugura la auténtica era de bonanza para esta fuente de dividendos que la Disney había tenido todo el tiempo delante de sus narices. La Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton se planteó como secuela de la película del 51 y Maléfica proponía una especie de Rashomon de andar por casa que dulce y gentilmente violaba todo lo que hacía irresistible de la única villana que se iba de copas con el puñetero Lucifer. Cenicienta marcó ese momento bisagra en el que desaparece la necesidad de justificar la existencia de estas películas con triquiñuelas narrativas (¿qué pasó después? ¿hay otra versión de los hechos?) y entramos en el siempre vago territorio del «lo mismo, pero actualizado para las nuevas generaciones». Aquí se encuadran El libro de la selva, la más tolerable del grupo hasta el momento, y La bella y la bestia. Con los trucos CGI elevados al once y un buen bote de proteínas tamaño industrial bajo el brazo, estas dos últimas han incorporado ya sin miedo uno de los rasgos más memorables de sus inspiradoras. Cómo no, me refiero a las canciones, diluyendo definitivamente la línea que separaba a estos remakes de alzarse como el equivalente para el siglo XXI del megamusical en cinemascope del breve resurgir del género a principios de los años sesenta. La sirenita, con Lin Manuel Miranda reclutado para las tareas de letrista, ya nos garantiza que estamos ante el camino a seguir durante bastante tiempo.

El criterio a seguir por la Disney para decidir qué película es propensa a funcionar en el nuevo formato y cuál no parece estar exclusivamente delimitada por una miradita al gráfico de ganancias. El libro de la selva sí, El planeta del tesoro no. Si nosotros, personas más reflexivas, quisiéramos proponer un patrón más consistente, La Bella y la bestia muy bien podría ser la candidata más natural a este tratamiento. Más aún que La sirenita, la que fue la primera película animada en aspirar al Oscar gordo —y la más meritoria, otras igualaron el logro gracias al programa de integración «Nominemos Demasiadas Películas»— muestra sus raíces teatrales sin vergüenza, recreándose en el artificio inherente a la escena musical. La forma en la que los actores declaman —muy evidente en el trabajo de Richard White como Gastón— no parece cine tanto como teatro, y la planificación de un número como Qué festín lo convierte en prácticamente un storyboard para una hipotética futura producción de Broadway que terminaría materializándose tres años después. Sin embargo, La bella y la bestia también es la que más talento para el storytelling —tanto narrativo como visual— requiere. La que más riqueza encuentra en las sutilezas y en los detalles. Aquí es donde la cosa se pone complicada.

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Las sutilezas, los detalles.

Cinematográficamente hablando, esta nueva Bella y bestia maneja un material de base especialmente delicado. El original del 91 muestra una pericia no vista hasta aquel momento; clásicos de la talla y virtuosismo de Pinocho no utilizaban la planificación visual y el montaje como herramientas psicológica con la frecuencia con la que lo usaban a modo de símbolo de poderío tecnológico. La secuencia del baile entre Bella y Bestia, que sincroniza perfectamente personajes y entornos digitales en torno a un complejo juego de cámara, es la prueba más visible de que no olvida este último uso; pero su verdadera fuerza reside en cómo opta por un ángulo en particular para describir un sentimiento, o la distancia entre el personaje y la cámara para modular la intensidad de la toma. Por mucho que en un plano puramente técnico la animación resulte ligeramente más tosca de lo habitual por las restricciones presupuestarias, la interpretación física de los personajes es sutil y rica en matices, creándose un tándem perfecto entre actores y el marco encargado de captarles. Bestia en particular es un triunfo de la expresividad, alternando facetas contradictorias en cuestión de segundos de forma convincente y dejando vislumbrar su compleja psicología con un movimiento involuntario de manos, todo ello gracias al extraordinario trabajo de Glen Keane a los lápices. Y cuando la cámara se acerca a él, a veces lo hace con el respeto del contrapicado y a veces le deja mirar casi directamente hacia ella, comprensible siendo alguien que, tratando de volver a un camino casi olvidado, desarrolla la necesidad de la aprobación de otros.

Entre tanto, la nueva versión no deja a Bestia —ni a nadie, ya que estamos— emanar sus sentimientos en forma de una furiosa carrera más propia de un animal hacia la habitación de Bella, o de rugido que resuena en todas las inmediaciones del castillo, o de incontenibles ademanes infantiles que traicionan continuamente a su pose. Un motivo es que los personajes digitales de gran calado emocional, como César, son uno entre un millón, pero más importante es el hecho de que Bill Condon no sabe dirigir, a no ser que con «dirigir» queramos decir «hacer que se vea que esto ha costado pasta». Condon no está aquí por su capacidad de ahondar en la psique de un personaje con un travelling ni por saber jugar cual marionestista con las emociones del personal con un corte un segundo adelante o atrás, sino porque sabe hacer que los valores de producción luzcan. Porque sabe hacer que los dolarines se vean. Nada más. Y oiga, es cierto que cuando lo que tienes entre manos es un lujoso musical cuya primera misión es entrar por los ojos y embriagar a base de luz, color y sonido, eso es una cualidad esencial. Pero ¿y todo lo demás? La dirección de actores, por ejemplo, no existe. Bajo su capa de CGI genérico, Dan Stevens está a un paso de meterse las manos en los bolsillos para enseñarnos lo taciturno que es Bestia, y Emma Watson está demasiado ocupada con su agenda política para dejarse llevar.

La puesta en escena tampoco es el fuerte de nuestro hombre. Compara, querido lector, compara los dos acercamientos al momento en el que Bella pide a Bestia, nada más conocerse, que se muestre a la luz. No hay nada en la nueva versión, ni en la aburrida entrada lateral de Bestia en el plano, en la cara de póker de Watson, en el uso literal de la iluminación ni en el precipitado montaje que se acerque al perfecto dramatismo expresionista de la escena original. No tiene que ser igual, pero maldita sea, que sea algo. Que no parezca que en los créditos vaya a poner «directed by Gastón».

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Bill Condon resolviendo los aspectos más sutiles de la película.

Aviso al navegante: aunque pueda parecerlo, no estoy aquí para hacer una comparativa superficial minuto a minuto. No es mi intención apoyarme en un juego obsesivo de «mira, esto era así antes y ahora es asá» para tirar abajo la nueva Bella y la Bestia. Pero es un hecho que una comparación entre dos formas de abordar una misma escena arroja luz sobre el rol esencial de una puesta en escena hábil en una superproducción de estas características. Ésta puede marcar la línea que separa al mero producto de consumo del producto de consumo que, además, es capaz de ofrecer cierta sustancia.

Stephen Chbosk y Evan Spiliotopoulosson figuran como los guionistas, pero como suele pasar con los blockbusters de este tipo, el crédito esconde la clásica pasarela interminable de escritores contratados para crear borradores, script doctors, hombres de confianza dentro del estudio y cualquier ejecutivo con inquietudes artísticas que se vea con derecho a opinar. Y aparentemente nadie parece haber entendido nada del guion que les ha tocado adaptar. Iniciar la película con un detalladísimo prólogo que nos muestra al príncipe en carne y hueso es uno de esos fallos de bulto que deberían haberse detectado y descartado con el primer borrador pero que de algún modo inexplicable llegan hasta la obra final. Inexplicable porque me cuesta creer que nadie señalara que semejante exceso de información tiene la desafortunada consecuencia de ponernos como espectadores en una posición de ventaja con respecto a Bella y su proceso emocional hacia Bestia, cambiando por completo el juego de empatía hacia ambos y, teóricamente, estableciendo un punto de divergencia entre las dos películas. A partir de aquí, las necesidades de ambas van cada una por su camino. Pero la nostalgia vale su peso en oro, y si alguien se atrevió a protestar por este prólogo, seguramente ya formará parte de los muros de hormigón del castillo de DisneyWorld.

Así que, en lugar de desarrollarse con cierta intuición, la película avanza a trompicones perdida en el homenaje irreflexivo como un loro que repite lo que oye, sin plantearse que quizá el plano de un viejo cuadro desgarrado que oculta un rostro ya no tiene la misma fuerza que tenía cuando sólo conocíamos el pasado de este príncipe a través de una evocación realizada mediante vidrieras. Esta película no es de las que se hacen para que más allá del ruido y las luces uno pueda pensar en ella y encontrar cierta sustancia. Es un producto estúpido que para reafirmarse a sí mismo se pasa dos horas y pico dirigiendo nuestra atención sin ton ni son hacia una película mejor de veintiséis años atrás y que, cuando decide mostrar autonomía, da la impresión de que alguien puso un dedo en mitad de una página al azar y dijo «aquí».

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Queremos que Bella lleve un vestido púrpura sobre una camisa rosa, que la señora Potts sea tan grande como una calabaza de concurso y que Bestia sea el malo, COMO TODA LA VIDA.

¿Por qué, si no, devaluar la relación ente Bella y Bestia negándole uno de sus elementos más interesantes? El descubrimiento por parte de Bella en el original del 91 de que Bestia ha olvidado cómo leer tiene un componente simbólico esencial: es la confirmación para ella, devoradora de libros, de que si bien el encantamiento transformó al príncipe en un monstruo por fuera, el aislamiento continuo y el odio hacia sí mismo ha corroído lentamente lo humano que hay dentro de él y amenaza con convertirle en Bestia también por dentro. La sencilla moraleja de la película, «la belleza está en el interior», se convierte en algo más que un cliché al verse representada por el largo y tortuoso camino que lleva a Bella del terror al amor, quien debe escarbar entre capas y capas de monstruo hasta llegar al hombre. Es un desafío emocional para una protagonista que, al aceptarlo, nos habla sobre ella misma tanto como lo hace su escena de presentación.

Ahora bien, si Bestia sigue siendo un amante de las letras capaz de completar los versos de Shakespeare que Bella lanza al aire, como ocurre en el remake, ¿cuál es el reto para ella? ¿Dónde está el monstruo que esta chica debe sortear si el susodicho presume con ligereza de haber leído los dos mil libros de la biblioteca, salvo los tres o cuatro que están en griego? Por supuesto, el giro radica en establecer una inesperada afinidad entre ambos. Sin embargo con esta decisión se lo ponen a Bella extremadamente fácil. No hay desafío emocional. Irónicamente, la Bella de Emma Watson tiene menos que hacer en esta película que la de James Baxter, Mark Henn y Paige O’Hara, dejándome rascándome la cabeza mientras me pregunto dónde está esa Necesaria Puesta Al Día sobre la que tanto han graznado con condescendencia en los medios todos los implicados en esta película. Oh, creo que la respuesta está en un momento casi paródico en el que Bella lanza su vestido amarillo al barro para Subirse A Un Caballo Y Galopar Hacia El Castillo, bello simbolismo de lo que le hace esta película a la del 91.

Existe una tendencia bastante molesta en el entretenimiento de masas actual de la que La bella y la bestia ’17 no se escapa. La incomodidad del público postmoderno ante personajes que no respaldan explícitamente las ideas que éste cree que debería defender la película afectan incluso a cosas de la calidad de BoJack Horseman, dando como resultado protagonistas que fuerzan su rol de avatar del espectador dentro de la ficción incluso cuando ello va en detrimento del retrato de sus características personales. En última instancia estos protagonistas no son individuos autónomos tanto como son un mero instrumento. La nueva Bella hace su entrada en la película leyendo un libro a través de su pequeña aldea que cada día es igual, tal y como ya lo hizo en su día, con la diferencia de que esta vez sus oídos no son tan sordos a lo que se comenta de ella a su alrededor. Con sus gestos y reacciones, Emma Watson establece un tono autoconsciente para todo lo que está por venir, como si resistirse a confirmar que «Dios, qué capullos, ¿eh?» con poco menos que una mirada exasperada a la cámara equivaliese a abrazar tácitamente la posición del resto de pueblerinos. Sin embargo, nadie parece haberse parado a pensar que con esta decisión interpretativa se le niega a Bella uno de sus, hasta ahora, rasgos esenciales: una vida interior tan rica como para permitirle atravesar el pueblo sin tan siquiera darse cuenta de que todo el mundo está cantando sobre ella.

Aún habiendo pensado largo y tendido sobre ello, no sé si señalar a esta autoconsciencia patológica como culpable directa de todas las inconsistencias narrativas y en el trazo de los personajes, pero sin duda marca el esquizofrénico ritmo de una película que no sabe si quiere hacernos soñar con magia del cine elevada a la enésima potencia, fijar nuestros pies en la tierra con cinismo y botas de buzo o todo a la vez. Y al visualizar en el mismo cuadro todo este torrente de decisiones erróneas, dependencia y objetivos contradictorios, me pregunto si el casi imposible ejercicio de abstraerse de la película original para valorar ésta supondría un beneficio a la hora de disfrutarla. La respuesta es, posiblemente, sí. En sus propios méritos es una película que está tan lejos de ser buena como de ser terrible. Es, en todo caso, un musical correcto y sin alma, demasiado rígido y calculado como para permitir a sus protagonistas expresar sentimientos viscerales, pero que cuando se lanza al clasicismo de un enorme número musical coreografiado en torno al interminable decorado de un villorrio francés evoca el buen hacer de My Fair Lady. Por mucho que este remake elija depender de las emociones que produce su predecesora para suplir sus carencias, sacar de la ecuación al original del 91 sitúa el foco en otras fuentes de inspiración que sí lo alimentan con éxito, y aunque no mucho, esto juega en su favor.

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Oh, no, no vas a ver nada ni remotamente parecido a esto. En la nueva Sociedad Sensible nadie tiene genitales ni libido.

Que ironía que sea ya casi al final cuando encuentro un hueco para hablar de los números musicales. Como ya he dicho, Bella me parece una bonita recreación que aprovecha al máximo los valores de producción, y otro tanto puede decirse de la nueva y expandida Gastón, encomendada a las dos figuras del reparto que más cómodas se ven, Luke Evans y Josh Gad, ambos con el chip correcto puesto para este tipo de producción. En un número como éste, con disparos, malabares y gente volando por los aires, se echa de menos el desafío a lo imposible que permiten los dibujos animados, y pese a ello no creo que haya nada en la película resuelto con más vitalidad y buen humor. Irónicamente, otros números que por su dependencia del CGI están más cerca de la animación se muestran sobrecargados, llenos de notas visuales chirriantes y pésimamente realizados. Concretamente, Qué festín es una hecatombe.

Y sobre las nuevas canciones, antes de quejarnos de que se nos han olvidado incluso antes de que aparezca junto a tu butaca un empleado del cine armado con su escoba, creo que debemos preguntarnos cómo leches van a jugar en las mismas condiciones que seis temas que llevas escuchando toda tu vida y que se aprovechan de un público que ya decidió hace una semana, y con razón, que esto lo iba a ver con el cerebro en modo Canta Con Nosotros. De acuerdo, en un musical lo mínimo exigible es que los temas sean memorables y pegadizos vengan de donde venga, pero con el corazón a tope ante la enésima vez que confirmas mentalmente que hay algo en él que no es igual o que Gastón es más peludo que un oso polar los nuevos temas llevan las de perder incluso antes de haberlos oído. Sobran, tiende a pensar uno. Pero más allá de nostalgias, ¿sobran de verdad? Bueno. Un tema como Evermore —alias «La canción que canta Bestia cuando Bella deja el castillo para buscar a su padre»— sintetiza el principal problema de un musical incapaz de compaginar emoción real con la pantomima artificiosa inherente al género. No es de extrañar que un personaje visceral como Bestia cante tan poco en la película original. En una película cuya corteza grandilocuente alberga un núcleo más sincero, solemne, Bestia es ese factor al mismo tiempo explosivo y honesto. Bestia no canta mientras ve a Bella alejarse con sus esperanzas de ser humano otra vez porque prefiere rugir; y la película, que ya ha cubierto estratégicamente sus necesidades como musical, puede sacrificar esta oportunidad de dar una canción a Bestia a cambio de un momento de sinceridad sin artificio, algo al fin y al cabo más acorde con lo que ya sabemos de él. La nueva canción no es capaz de transmitir con esa elocuencia su verdadero sentir.

Mi gran pregunta, y quizá la de muchos otros, es que si Condon, Menken y cualquier otro estaban preocupados por que la película se quedase demasiado tacaña en música al inflar la duración a dos horas y cuarto, ¿por qué descartar Humano otra vez? No, no es la canción más amada del mundo. Sí, está metida a capón justo tras la balada estrella, sin apenas pausa y fastidiando el cuidadoso equilibrio de la película. Su inclusión en la edición especial de 2002 era básicamente un homenaje a la memoria de Howard Ashman, ya que era su favorita de todas las que compuso para la película. Sin embargo, en los quince años que han pasado desde que volviera al montaje de la película se ha convertido en una cancioncilla lo bastante reconocible como para no entrar de lleno en esa tierra baldía de los Temas Desconocidos que lleva a la gente a armarse con antorchas y horcas y marchar hacia el castillo para enfrentarse a las cosas nuevas y peligrosas. Como mínimo, su relativa veteranía hace a Humano otra vez más propensa a aguantar el tipo frente a las todopoderosas Qué festín y Something There (¿cómo se titula ésta en español?) que cualquier composición completamente nueva. Y así de paso no vuelves a eliminar la canción en la que Ashman nos decía a todos que se estaba muriendo de SIDA.

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¡Es una canción nueva! ¡NUEVA!

Esto es lo que tiene que ofrecer a las nuevas generaciones, en suma, la nueva La bella y la bestia. Si eres de esas personas que razonan que si X les gustaba una nueva versión de X le tiene que gustar por fuerza, esta es tu película. Si te gusta ver a un puñado de personajes secundarios carismáticos, elásticos y efusivos convertidos en CGI tieso y sin ningún rango de expresión facial, esta es tu película. Si tu idea de ser un cruzado de la integración social es razonar que xxxxxddddd lefou tiene k ser gai xq si va siempr kon gaston s xk es gei es la unika esplikasion, esta es tu película —y mira que Josh Gad te lo vende bien y con gracia—. Y si esta es tu película, necesariamente tienes que ser de ésos que se apenan cuando los portavoces del estudio te confirman que no habrá secuela, ¿correcto? Eres de los que razonan «si esto me gusta, ¿por qué no iba a querer veinte más y pedir que pare sólo cuando sea basura imposible de mirar directamente sin gafas especiales?» con voz pastosa mientras meten sus sucios y pringosos dedos teñidos de naranja en su séptima bolsa de ganchitos de la tarde, ¿verdad? Quizá te consuele que te recuerde que «no habrá secuela» significa en el extraño lenguaje que manejamos hoy que sólo habrá spin offs de hasta el último váter animado del castillo con fuerzas y ganas de contar las cosas que ha visto. Es más, si no me equivoco no se ha cerrado la puerta a alguna posible precuela, quedando así en el aire la posibilidad de una lujosa adaptación megapresupuestaria de Bella, una navidad encantada.

Ahora bien, si nada de esto va contigo, si como yo piensas —tal y como mencioné sobre Moana hace no demasiado— que «mediocre, con algún momento hasta simpático y sólo ridícula por momentos» es una oferta insultante teniendo en cuenta los triunfos del pasado, quédate en casa y ponte el bluray de La bella y la bestia de toda la vida, porque no hay nada en esa película que requiera mejora o puesta al día. Bueno, no, tampoco, que el bluray tiene toda la colorimetría jodida para satisfacer al paleto de a pie al que Samsung ha enseñado a balbucear «yo quiero colores brillantes y negros muy negros» y una sala iluminada con una hoguera se ve como si el techo estuviera lleno de focos blancos. ¡Si es que nunca estoy contento, cachis la mar!

5 comentarios en “Bella y Bestia no son

  1. Acabo de terminar de leer tu comentario, no se como por que es demasiada lectura para mi, pero me ha gustado, muy bien argumentada, aunque para mi Bill Condon hace un muy buen trabajo dentro de lo que cabe o mejor dicho, a pesar de respetar tanto la película animada (que es lo bueno), como de respetar esta forma moderna de hacer las cosas, lo cual es un p… lastre.

    Sobre lo que dices de Bella he de decirte que no es lo mismo que lea a una distancia prudente a que vaya con la cara metida en el libro y aunque tu lo hayas visto como algo más complejo, la realidad es que ese simple hecho hace que ni vea por donde camina y por tanto ni se entera de nada en el trayecto, pero en esta lo han hecho de forma diferente. Así que es ovbio que le es más fácil ver y oír lo que le rodea aunque esté pendiente de la lectura.

    Y para terminar te diré que a mi si me ha gustado, pero no me gustaría que hicieran ni secuela, ni precuela, pero si me gustaría que la hiciesen tras el live action de Aladdín, siempre que lo hagan calcando hasta el ritmo de la animada y con algunas mejoras y luego en la secuela integren de alguna forma la banda de ladrones de Aladdín 3 y mejoren lo que ocurría en El retorno de Jafar.

  2. Sobre la peli no puedo decir porque no la he visto, aunque estoy seguro que de haberlo hecho tendría una opinión muy similar a la tuya; el Libro de la Selva me gustó pero supongo que es más esperable que todas estas nuevas versiones sean más del estilo de la Bella y la Bestia.

    Pero lo que quería preguntar es una cuestión medio relacionada con todo esto:

    https://consequenceofsound.net/2017/03/ranking-every-disney-song-from-worst-to-best/

    Es un ranking de canciones Disney, centrándose en la producción animada salida de la propia compañía (de modo que quedan fuera pelis de Pixar o producciones como «Pesadilla antes de Navidad»). El ranking es muy completo y adjuntan una justificación para cada canción sobre el motivo de que ocupen un puesto específico. Me interesa tu opinión la verdad xd.

    1. GRACIAS. Espero que tengas activadas notificaciones por correo o algo y sepas que te he contestado aunque sea veinte días después.

      Nos hiciste la tarde a mi señora y a mí ayer, estuvimos HORAS avanzando por el ranking desde abajo hasta el puesto 1 y cabreándonos y señalando la pantalla y discutiendo. Fue bastante divertido.

      Como creo haber expresado muchas veces, desdeñar cualquier pieza artística por cuestiones de sensibilidad social me parece estúpido y erróneo, así que desde el momento en el que vi la canción de los indios de Peter Pan en el penúltimo puesto de un ranking de 300 puestos todo el artículo se me cruzó. No es una gran canción, pero tampoco la peor, ni de lejos. Luego me encontré con el desdén hacia mi amadísima «Katrina» de Bing Crosby por su supuesto slut-shaming y eché fuego por la boca. Luego apareció The Gospel Truth cuando aún no había salido una sola de las putas canciones de mierda de Frozen, INCLUYENDO LA DE LO MARAVILLOSOS QUE SON LOS RENOS, y ése se convirtió en mi baremo de indignación durante buena parte de lo que quedaba por delante.

      Más adelante, las palabras «no puedo creer que [ésta canción tan buena] acabe de salir y [esta otra mierda] aún no haya dado señales de vida» se oyeron mucho. Y bueno, aparecen los típicos descuerdos de opinión, que son inevitables. Y la puta Let It Go en el puesto 9 de un ranking de 300. En una lista tan larga PUEDES poner Let It Go en el puesto 50, joder, es una posición muy meritoria. Qué histrionismo, por Dios.

      Reconozco que ya más avanzado el asunto los redactores se mostraban más inteligentes reconociendo la calidad de canciones independientemente de lo reprobables que les resultasen a nivel social (el joven liberal de hoy día realmente se desmaya cuando ve tabaco en pantalla, caso de Pecos Bill). En cambio, creo que piden a todas que cumplan una lista de requisitos que no todas han de cumplir. «Kanine Krunchies» (la peor del ranking) no tiene la misma responsabilidad que «Bella Notte», y medirla por el mismo baremos es una gilipollez. Es un jingle publicitario que replica a la perfección las tendencias publicitarias de 1960, o sea, que cumple su cometido mucho mejor que, pongamos, cualquier balada pseudoemotiva de Zafarrancho en el Rancho.

      Pero lo dicho, que muchas gracias. Ha sido muy divertido.

      1. Nada hombre :D

        Yo también me fijé que ponían muy a menudo a caldo canciones decentes por cuestiones generacionales, así eran las cosas antes y así son ahora… Es interesante que lo mencionen pero no me parece muy acertado juzgar canciones a veces sólo en base a eso.

        Al margen de eso, el top es un trabajo espectacular, son muchas canciones y películas y yo también me divertí mucho con él. Al parecer, lo irán actualizando a medida que Disney vaya estrenando otras pelis: la primera vez que vi el top no había ninguna canción de Moana porque no se había estrenado aún.

        Un saludo :D

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