Desde que en 2006 Martin Scorsese –ese enano loco que se metió tanta droga en los setenta que, en sus propias palabras, cerró la década supurando sangre por el culo– estrenó Infiltrados y le dieron ese óscar a Toda Una Carrera disfrazado de premio a la mejor película, suelo hablar de la Trilogía Mafiosa de Scorsese, trilogía obviamente compuesta por ésta, Uno de los nuestros y Casino. Bueno, yo y muchos, probablemente. Lo último que ha estrenado se llama El lobo de Wall Street y nos lleva a plantearnos muchas cosas sobre la trayectoria mafiosa de Scorsese hasta el momento.
Uno de los nuestros es mi película favorita de mafiosos, la mejor, la más perfecta, incluso por encima de la exquisita pieza maestra de Coppola. Compararlas es tan absurdo como pertinente, porque ambas se parecen como un huevo a una castaña y sus méritos son completamente distintos, pero al mismo tiempo supusieron, con una diferencia de dieciocho años entre las dos, el giro de ciento ochenta grados que el subgénero de gángsters necesitaba en el momento exacto. El padrino es la sobrecogedora historia sobre lo que puede llegar a ocurrir en una familia de reyes –y lo vulnerable que ésta puede llegar a volverse– durante un periodo de sucesión; Uno de los nuestros es la historia de tus vecinos los mafiosos. El padrino es a lo que las mafias reales quieren –e intentaron–parecerse, Uno de los nuestros es lo que son. Scorsese no oculta los aspectos más vulgares y engorrosos de la vida del matarife a sueldo, algo que estaría completamente fuera de lugar en la inmensa tragedia griega de Coppola, y es precisamente eso lo que hace a Uno de los nuestros tan importante, tan necesaria.
