Archivo de la categoría: The R Memories

Konguis En Marruecos II: Edición 10º Aniversario

Hubo un tiempo de mi vida creativa en lo que lo único que me importaba era no parar de hacer cosas, fueran lo que fueran y salieran como salieran. Como Woody Allen actualmente. Utilizo deliberadamente la palabra “cosas” porque es el término más preciso para abarcar mis distintas y eclécticas creaciones: Había dibujos, había proyectos de juegos de mesa, había relatos, cómics de ochenta páginas y hasta figuras de plastilina. Yo era lo que se conoce como un auténtico renacentista. No obstante, casi todo lo que hacía tenía un punto en común: siempre estaba protagonizado de un modo u otro por mi círculo de amistades, conocidos, profesores y figuras pueblerinas notorias. En última instancia mis creaciones casi siempre eran ficciones, a veces muy biográficas y a veces puramente hipotéticas, protagonizadas por los insultantes alter ego de la gente de mi entorno. Si habíamos ido a la feria, yo hacía un par de dibujos sumamente recargados ambientados en la feria; si habíamos estado viendo Battle Royale yo me sacaba de la manga un eterno cómic sin orden ni concierto en el que mis amigos y yo deambulábamos por una isla matándonos los unos a los otros.

Y si jugábamos una partida especialmente memorable del Serious Sam, hacía un dibujo en el que nos metíamos a repartir leña en el Serious Sam.

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Aniquilación absoluta

Veo estas imágenes en la televisión y algo se encoge en mi viejo corazón. Hacía mucho, mucho tiempo que no las veía. De hecho casi las había olvidado. No es para menos. La memoria empieza a fallarme, sin contar con que poco a poco fui comprendiendo que lo mejor para no sufrir era olvidar todo lo que perdí tras la explosión nuclear. Aquella sociedad es cosa del pasado, pero la humanidad intenta reconstruir los pedazos de una sociedad desaparecida, desintegrada, olvidada, desconocida, a través de descubrimientos como éste. La ciencia está desconcertada ante el descubrimiento de las imágenes misteriosas. Durante meses, serán sometidas a estudios exhaustivos, millones de dólares del dinero que debería destinarse a conseguir algún tipo de comida para esta Nueva Humanidad aún en pañales serán malgastados en encontrar unas respuestas que, de llegar, probablemente serían erróneas. Puede que quien lea estas palabras me tache de arrogante, cuestionándose la seguridad con la que hablo. ¿Cómo voy a saber yo, un decrépito anciano desnutrido que languidece en uno de los Cubículos Colectivos de Precisión para Humanos de Clase W (lo que antes se conocía como la tercera edad) si las respuestas que los científicos encuentren sobre el origen de las misteriosas imágenes son correctas o no? Es más, ¿cómo me atrevo a insinuar conocer las respuestas? Pues bien, se da la circunstancia de que soy uno de los uno de los pocos supervivientes de la catástrofe nuclear. Y no sólo eso, sino que deben ustedes saber que uno de los responsables de esas imágenes… fui yo.

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Que nos vamos de excursión

A lo largo de las historias autobiográficas que he ido diseminando a lo largo de este ¿moribundo? blog desde hace un año y medio, ha habido un grupo de nombres que se han repetido una y otra vez, formando parte de los relatos de un modo otro. Fernando, Hempfreud, Papi, Pollo… Cualquiera diría que hemos sido grandes amigos, camaradas, compañeros de fatigas desde la cuna. Pero nada más lejos de la realidad. Aparte de los obvios años en los que no nos conocíamos (en el caso de Fernando, ese tiempo se ha convertido en menos del 15% de mi vida), hemos tenido nuestros altibajos, y algunos de estos tipos podrían haber sido encontrados muertos en Irak y yo no haberme ni enterado. Por ejemplo, tercero de ESO fue una época especialmente tubulenta, en la que nos distanciamos bastante unos de los otros. Menda, Fernando y Bros, entre otros, estaban comenzando a tirar por la senda del gamberrismo y la macarrada, y eso les llevaba a considerar a los que nos manteníamos por el buen camino como unos pringaos. Así que en aquellos momentos de tensión no estaba de más recordar alguno de nuestros momentos más olvidados. Cuando éramos una piña de teleserie veraniega española, y cuando estábamos separados pero no por odio, envidia o asco; sino porque no nos conocíamos. Dos caras de la misma moneda que quedan reflejadas en estas dos excursiones escolares que tuvieron lugar en sexto de primaria y primero de ESO respectivamente. Alcornocales vs. CRA, el enfrentamiento comienza.

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«Desconociendo a Sonia»: Diario de rodaje (Vol. 1)

Estoy rodando un mediometraje. Esto sería una excelente excusa para explicar por qué no he publicado al menos una lamentable recopilación de fotos de risa en estas tres semanas, de no ser porque empezamos hace cuatro días tan solo; aunque también es cierto que la preproducción ha sido larga y he estado reuniéndome con todos los departamentos para coordinar su trabajo. Ah, sí, es que yo soy el director. El caso es que todo esto comenzó con una propuesta de nuestro profesor de Realización: proponer tantas premisas como alumnos hubiese en la clase, escoger una de entre todas ellas y rodarla en forma de mediometraje entre todos, como un auténtico equipo de producción. Siendo más o menos cincuenta personas, muy bien podíamos dividirnos en departamentos de cinco o seis personas y cubrir todas las tareas relacionadas con la producción; desde dirección y producción hasta música, montaje e incluso promoción. Yo planeé presentar una idea que tenía desde hacía cuatro años, una idea a priori poco atractiva y nada original, sobre todo comparada con el tipo de premisas que ya sabía que iban a salir, más serias, ambiciosas y crípticas. Más como de director muy serio. Mi premisa, en cambio, iba a ser una comedia sencilla que podía describirse como “un tío al que le deja la novia”. Pero no sencilla de “de cualquier manera”. Mi experiencia me dice que cuando unos aficionados se unen para rodar un corto y ponen toda la carne en el asador, se buscan cámaras de primera y una producción cuidada y en definitiva tienen ambiciones es porque van a hacer un drama. En cambio, los que hacen comedia ruedan subproductos de andar por casa y con la excusa del “es que esto es para echarnos unas risas” creen que justifican un rodaje cutre, un guión inexistente y un total desprecio por cánones estilísticos de ninguna clase. Mi premisa era sencilla, pero el auténtico punto de interés (al menos eso era lo que yo buscaba) estaba en cómo rodarla: debía ser estéticamente muy definida, tener secuencias cuidadosamente planificadas y un ritmo cartoon muy marcado, así como un montaje y un uso de la música deliberadamente efectista y enfocado a hacer del mediometraje algo realmente divertido a la par que de calidad. En pocas palabras: demostrar que la comedia es una cosa muy seria.

¿Puede una comedia convertirse en la película más innecesariamente cara de la historia? ¡James Cameron nos demuestra que SÍ!

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Sádico entrenamiento

No concibo cómo malgastar tus tardes yendo a un deporte en el que te presionan pueda ser algo que se pueda disfrutar. De hecho, ni siquiera concibo el por qué de la importancia que se da a los deportes, a los que se dedica un nivel de compromiso prácticamente sectario: son algo que hay que tomarse más en serio que cualquier otra cosa, tienen horarios inhumanos que vienen a ser todos parecidos (todos los días, de cinco de la tarde hasta que los búhos empiezan a cantar), y sobre todo, si no se entrega uno “al ciento veinte por cien”, “a muerte” o cualquier exageración de ésas que gustan de utilizar los deportistas más te vale largarte a tu casa. Aquí no sabemos de medias tintas. Ahora voy a meterme en terreno de monologuista rancio, pero no puedo pasar por alto la figura del entrenador, ese sujeto por lo general entrado en años pero con la salud de un toro (esto sólo lo supongo, de lo contrario desempeñaría su profesión con bastante hipocresía) y con un silbato colgado del cuello que no se quita ni para ir a la iglesia. Este señor es un cascarrabias que se toma su trabajo con pasión hasta el punto de gritarte coléricamente por no haber asistido al entrenamiento aquel día en el que viste que el huracán había arrancado de cuajo el hospital de sus cimientos. Y todos suelen ser iguales. Los hay más altos y los hay más bajos, los hay más gordos y los hay más obesos, los hay más calvos y los hay más canosos; pero todos son unas bestias irascibles con los niveles de azúcar por las nubes que gritan hasta desgañitarse durante las competiciones o los partidos, según el deporte que tu madre te haya obligado a practicar.

¿Con todos los piragüistas pisándonos los talones quieres que vayamos al Club Náutico? ¿¿A la boca del lobo??

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Cuando se estrene el Episodio III…

Hola, soy Leonard Maltin. A veces, cuando leemos una entrada de The R Lounge que recicla ideas y fragmentos de escritos antiguos, nos encontramos con que algunos de sus aspectos pueden herir la sensibilidad de los lectores actuales, incluso acercándose al terreno de lo políticamente incorrecto. Debemos tener en cuenta que nuestra mentalidad no es la mentalidad de los lectores de 2004, y que debemos afrontar la lectura con cierta relatividad, incluso cuando el autor aplaude actualmente sus ocurrencias de entonces y sigue recreándose en estereotipos y comentarios deliberadamente ofensivos. Sea incorrecto o no, lo que no podemos negar es que se trata de valiosos documentos que nos permiten comprender un poco mejor cómo era la mentalidad de nuestra sociedad hace seis años, y que lo más importante es que nos siguen haciendo reir como entonces con su humor imperecedero. Disfrútenlo.

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Halloween en The R Lounge

I was working in the lab late one night, when my eyes beheld an eerie sight for my monster from his slab began to rise and suddenly to my surprise…

…He did the mash. The Monster Mash, para más señas. Sí, señor, esta noche es esa noche que tantos buenos ratos ha hecho pasar a los críos y no tan críos de Estados Unidos. Ésa que llena de colores y festivos esqueletos de papel maché las calles de México. Ésa que en España da pie a escenas de vergüenza ajena protagonizadas por pequeños gamberros empeñados en importar los aspectos más vandálicos de tan festiva tradición y por mayores que, empecinados en que las únicas fiestas respetables son aquellas en las que hay señores empalados que sangran y efigies de mujeres que lloran y en las que nosotros tenemos que estar muy serios y apesadumbrados, no siguen el juego ni a la de tres. A mí me gusta Halloween, cosa inaudita teniendo en cuenta que gran parte de la gracia de este 31 de octubre está en que vecinos a los que no conoces ni tienes intención de conocer abordan tu casa al grito de “dadnos caramelos” con una confianza casi insultante. Claro que viviendo en el país que vivo, la llegada del 31 de octubre me provoca una malsana inquietud, dada la certeza de que un año más tendré que asistir a ese quiero y no puedo, ese sucedáneo de Halloween que he descrito más arriba, mal inevitable si queremos que algún día España celebre la noche de las brujas tal y como se hace al otro lado del charco. Y si resulta que no quiero asistir, los espíritus de la noche darán buena cuenta de mi puerta con sus huevos podridos. Espinoso dilema.

Screw the pumpkin.

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De porno y hombres

¿Qué es esto?, se preguntan los lectores de The R Lounge, ávidos de emociones fuertes. Los lectores de doce años, esos que encuentran el blog a través de búsquedas en google como “tias buenas tuenti fotos” o “videos de adolecentes precoses” (sic, y hago hincapié en el “sic”), se sienten intrigados desde el momento que la barrera contra páginas poco recomendables que les han puesto sus padres en el ordenador de pronto les restringe el acceso hacia este, hasta hace poco, casto rincón de internet. ¿Qué se cuece hoy por The R Lounge? ¿Acaso el autor se ha pasado al triste recurso para subir el número de visitas de colgar fotos de tetas? La respuesta es no, no y no. Pero sí que voy a hablar de porno. Tenía recelos de publicar esta entrada por varias razones. La primera, que en un blog apéndice de Viruete al que debo mucho hubiese una entrada parecida. No exactamente igual, no con las mismas intenciones, pero parecida. La segunda, que volvemos a entrar en terrenos en los que se enfangan más personas que yo, personas con su nombre, sus apellidos y sus traumas, y aunque una cosa es relatar al mundo las miserias en los scout y otra… bueno, en fin, las humillantes historias que vienen a continuación. Porque van de porno. De porno y hombres. Y uno se pregunta si es mejor poner nombres y apellidos o utilizar los crueles motes que tenían algunos desgraciados en secundaria y con los que nos gustaba hacerles la vida imposible.

Es evidente que no soy tan valiente como para contar sórdidas historias que me incumban a mí y sólo a mí. En cambio, ruin lo soy un rato. Tanto que con mis declaraciones en esta historia pienso hundir conmigo a todos mis queridos compañeros de experiencias pornográficas, que como no podía ser de otra manera son esos tipos frecuentemente nombrados aquí, los sempiternos Hempfreud y Fernando, amén de otros sujetos de lo más variopinto que responden a nombres como Pollo, Menda o Papi, que no dirán nada a muchos pero resultarán reveladores para unos pocos. Es posible que cuando estas historias salgan (que salen) en conversaciones trufadas de alcohol y jolgorio todos ellos se rían de buena gana al rememorarlo: “ah, sí, estábamos tó locos”, “cómo se nos iba la pinza” y tópicos por el estilo. Sin embargo, ya veréis como la cosa cambia en cuanto esta basura escabrosa y sensacionalista aparezca en sus respectivas alertas de google reader y arruine más de una prometedora carrera profesional. A Fernando, otrora amigo, no le temblará el pulso a la hora de demandarme por calumnia y vejación, cuando en el fondo de su podrido corazón una voz ronca le recordará en susurros que él era el que de buena gana ponía su casa a disposición de nuestras turbulentas sesiones de cine porno, orgulloso de su papel de anfitrión. Aquél al que llamamos Pollo, si no ha cambiado mucho desde entonces, agarrará una monumental pataleta y en el juicio esgrimirá argumentos tan poderosos como “¡mentira, capullo!” ante la prueba escrita de que más de una vez propuso descabelladas actividades de dudoso calibre “sólo para divertirnos”. Hempfreud, en un caso sin precedentes en la historia judicial de este país, utilizará su diplomatura en Derecho para defenderse a sí mismo frente a la acusación de haber combinado el visionado de pornografía en grupo a los trece años con lascivas partidas de Worms. Y el apodado Papi, un hombre grande (literalmente) y pragmático donde los haya, sencillamente se retirará a su castillo cual Stanley Kubrick, desde donde guardará silencio (con cariño para todos vosotros, entrañables bastardos, incluso a los que hace siglos que no veo). Como intuiréis, estoy filtrando datos de las anécdotas que vienen a continuación. Es una forma de preparar el terreno antes de empezar a relatar las historias que en realidad deseo que sean recibidas con un “todos fuimos así una vez” y no con las caras desencajadas que ya me estoy temiendo. Señoras y señores, comenzamos con las historias que involucraron a estos alocados adolescentes y a la pornografía, situadas en aquellos no tan lejanos años en los que la búsqueda de porno iba más allá de meter «young slut gets banged» (o «pregnant» en lugar de «young») en el buscador de Redtube. Aquí en el suelo os dejo mi dignidad.

Noche de porno en casa de tus vecinos gafapasta.

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La revancha de los lobatos

Hoy, entre tanda y tanda de anuncios han puesto Kampamento Krusty (el episodio que a punto estuvo de ser la película de Los Simpson), e inevitablemente mi mente ha empezado a volar por recuerdos que a su vez me han llevado a desempolvar una vieja historia autobiográfica que, como la mayoría de mis recuerdos, resulta traumática y sospechosamente desproporcionada. Estoy seguro de que todos habéis oído hablar de esa secta orgullosa de su fanatismo hacia la lealtad, la naturaleza, el trabajo en grupo y la tolerancia conocida como los Boy Scouts. Claro que sí. Desde fuera, un orgullo para la humanidad, la nobleza personificada, la bondad en forma de jóvenes dispuestos a todo por ayudar y de himnos que hacen que se te encoja el corazón. Pero desde dentro todo cambia. Yo estuve dentro, y por lo tanto hablo con conocimiento de causa cuando os digo que tras esa fachada de lealtad y amor hacia la naturaleza y las personas se esconde una maligna organización que ya se ha llevado la dignidad, la cordura e incluso la vida de varios niños. Si no seguí el mismo camino de estos pobres desdichados sin duda fue porque cuando mis padres, imbuidos por algún tipo de bebedizo, consideraron que el niño gordo e introvertido (pero rebosante de talento) que tenían por hijo debía entrar en aquella secta siniestra (SS) descubrí que varios de mis amigos también habían sido golpeados, vendados de ojos y enviados a la base de operaciones de los Scout para que se hicieran unos hombres. No estábamos solos, como cantan en El club de los cinco. Cuando nos unimos a los Scout teníamos ocho o nueve años, no me acuerdo; pero ésa era la edad en la que los chavales podían unirse por fin a sus héroes los Boy Scout. Y nosotros nos apuntamos a esa edad, aunque no para conocer a nuestros héroes (Indiana Jones dejó el grupo tras recuperar la cruz de Coronado), sino por presión de nuestros padres. “Será divertido”, decían con la mirada perdida y un extrañamente robótico tono de voz.

Una foto de nuestro grupo Scout antes de salir de acampada.

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Un tipo duro

A lo largo de primaria conocí a unos cuantos sujetos dignos de mención. Estaba Jesús Selma, un chalado hiperactivo que nos amenizaba las clases (a alumnos y profesor) con su sabiduría de la vida: podía explicar con todo lujo de detalles cómo era la explosión (el explotío, según él) de una bombilla cuando la tirabas contra el suelo o lo que pasaba cuando le metías un cigarro por el culo a un camaleón, conocimiento que, según él, adquirió saltando con su primo la valla de “un campo” (ese “campo” del que te hablaban muchas veces tus amigos, ya sea de su padre, su tío o de nadie en particular). Teníamos al Ganaza, un interfecto de la peor calaña cubierto de pecas y de aspecto de haber empezado a fumar con cuatro años cuya mayor contribución a la clase fue traer una goma de borrar del tamaño de un borrador de pizarra con la que entre clase y clase jugábamos al despiadado juego del gomazo, de reglas bastante básicas. En alguna ocasión nos relataba historias de dudoso gusto, como aquella en la que se tiró a su novia en un colchón mohoso que encontró en un campo (“el campo”), y otras veces iba más allá y se sacaba su arrugado pene para demostrar la frondosidad de su mata de pelo sin que nadie se lo pidiera. Todo esto con diez u once años. Nosotros teníamos la teoría de que era hijo, tal vez ilegítimo, de Guillermo, un vagabundo bien conocido en nuestra ciudad por sus paseos sin fin y sin rumbo; pero creo que esta hipótesis se ha quedado obsoleta, como la de los dinosaurios que arrastran la cola.

Pablo Saucedo, una especie de Draco Malfoy de permanente gesto de estar oliendo mierda, era otro compañero a recordar. Era pomposo y arrogante, e hijo del profesor que hizo repetir a Belén (la de la pinta de Guinness) tercero de secundaria. Las leyendas cuentan que se le ha visto liarse con tías cerca de espejos para tener controlado su peinado. También estaba Edopedo, un chaval con aspecto de haber escapado de los óleos de una capilla (era sonrosado y tenía el pelo muy rubio y cortado a capa) y que solía ser víctima de todo tipo de vejaciones, en parte por su aspecto de angelote y en parte porque todos sabíamos que no era especialmente difícil hacerle llorar. Una vez, cometió el tremendo error de dejar su tamagotchi, cuya criaturita había sobrevivido durante un tiempo récord gracias a los cuidados de su dueño, a Jesús Selma. También en tiempo récord, Jesús Selma se lo devolvió muerto, con un apesadumbrado “quillo, se m’ha matao”. Edopedo, como un amorcillo enrojecido y lloroso, se lo contó a la profesora en un mar de lágrimas y mocos. “Dodotis” solíamos llamarle, aunque, por lo que recuerdo, nunca llegó a mearse encima.

Es que no sé qué foto poner.

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