Halloween en The R Lounge

I was working in the lab late one night, when my eyes beheld an eerie sight for my monster from his slab began to rise and suddenly to my surprise…

…He did the mash. The Monster Mash, para más señas. Sí, señor, esta noche es esa noche que tantos buenos ratos ha hecho pasar a los críos y no tan críos de Estados Unidos. Ésa que llena de colores y festivos esqueletos de papel maché las calles de México. Ésa que en España da pie a escenas de vergüenza ajena protagonizadas por pequeños gamberros empeñados en importar los aspectos más vandálicos de tan festiva tradición y por mayores que, empecinados en que las únicas fiestas respetables son aquellas en las que hay señores empalados que sangran y efigies de mujeres que lloran y en las que nosotros tenemos que estar muy serios y apesadumbrados, no siguen el juego ni a la de tres. A mí me gusta Halloween, cosa inaudita teniendo en cuenta que gran parte de la gracia de este 31 de octubre está en que vecinos a los que no conoces ni tienes intención de conocer abordan tu casa al grito de “dadnos caramelos” con una confianza casi insultante. Claro que viviendo en el país que vivo, la llegada del 31 de octubre me provoca una malsana inquietud, dada la certeza de que un año más tendré que asistir a ese quiero y no puedo, ese sucedáneo de Halloween que he descrito más arriba, mal inevitable si queremos que algún día España celebre la noche de las brujas tal y como se hace al otro lado del charco. Y si resulta que no quiero asistir, los espíritus de la noche darán buena cuenta de mi puerta con sus huevos podridos. Espinoso dilema.

Screw the pumpkin.

Lo mejor que tiene Halloween es la programación. En la tele en abierto son más bien conservadores en este aspecto (la más audaz es Antena 3, que te emite un puñado de especiales de Halloween de Los Simpson seguidos), pero la tele de pago, durante una semana, se convierte en un paraíso lleno de emocionantes sorpresas en el que incluso los pésimos canales infantiles suben un poco su calidad media y nos permiten disfrutar de aterradores especiales de Las Supernenas, Johnny Bravo o Charlie Brown. Nunca llegará a ser como esas extraordinarias parrillas matinales que se marcaban algunos canales muchos años atrás y que me mantenían pegado a la pantalla en pijama todo el día, pero a poco que nuestra disposición sea positiva, basta para emocionar un poco al niño que hay en nosotros. En cualquier caso, la emisión de El retorno de las brujas (equívoco título español que siempre me hizo pensar que existía una primera parte oculta en algún sitio) nunca falla.

Algunos sótanos cobran vida en Halloween…

Halloween molaba mucho más cuando los programas especiales de la tele intentaban dar algo de miedo. Tal vez son figuraciones mías, pero cuando yo era más pequeño este tipo de especiales (ya fuesen episodios de algo, películas o cualquier otra cosa) se esforzaban en crear cierta atmósfera oscura que hoy, por simpáticos que puedan ser los programas, no veo por ninguna parte. Y no es que yo fuera un crío miedoso, pero sabía apreciar estas cosas. Tenía mis temores, pero no eran demasiados. Se podrían contar con los dedos de una mano. O tal vez con los de dos. En cualquier caso, podría intentarlo. Recuerdo películas enteras y momentos concretos de algunas otras. Había videojuegos e incluso algún juguete de demoníaco aspecto. Y a veces, incluso se colaban entre mis temores personas de mi propia familia. Veamos algunos de ellos.

It: Empecemos con El Terror por antonomasia. El tiempo me ha enseñado que es un ejemplo topiquísimo, que casi todo el mundo de edad similar a la mía tuvo pesadillas infantiles por culpa del cabrón de Pennywise, el payaso asesino salido de la perezosa mente de Stephen King y que en el cine (es un decir) interpretó Tim Curry. Esto último lo descubrí hace poquísimo, tres años atrás, tras casi una década tan paralizado por el recuerdo de aquel traumático visionado que ni siquiera llegué a plantearme que detrás de aquel payaso psicopático tenía que haber un actor, y que incluso podía ser un actor conocido, como de hecho es el caso. Guardo en mi memoria de forma cristalina aquella espantosa noche en la que no recuerdo qué malintencionada cadena puso It para deleite de todos los niños de España (o de Andalucía, sospecho). Aquella atrocidad fílmica contenía las suficientes escenas aterradoras para que por primera vez y tal vez última en mi vida, saliese huyendo de una película entre lágrimas, al refugio que me brindaba la cama. Sencillamente no podía soportarlo más. Irónicamente, la escena que más me aterró ocurría a la luz del día. Uno de los críos se acercaba a una zona despejada de un campo, donde había cavadas unas cuantas tumbas, y sentado dentro de una de ellas, imperturbable, estaba Pennywise. Qué miedo me dio aquello, Dios mío. El momento en el que decidí que había tenido suficiente fue cuando los niños entran en la aterradora mansión y el careto del payaso se aparece entre las tenebrosas nubes. Hace tres años, como ya dije antes, me reencontré con It. Primer síntoma de terror: duraba tres horas. Finalmente, tras verla, me di cuenta de que durante diez años, o quizá más, había estado temblando por el recuerdo de un inmenso bodrio telefilmero de tintes grotescos, casi una revisión de Cuenta conmigo en clave ¿terrorífica? Me divirtió especialmente ver cómo a Pennywise le gustaba tanto la frase de un niño, “todo flota”, que decidía hacerla suya y matar al niño para poder repetirla impunemente cuantas veces quisiera. Ah, y otra cosa, finalmente pude comprobar que mi padre no me había mentido cuando años atrás, tras preguntarle yo al día siguiente por el final de la película, me dijo que todo acababa como un capítulo de los Power Rangers, con el payaso convertido en una araña gigante y todos peleando contra ella. Me sonó extravagante, y cuando finalmente pude verlo con mis propios ojos, descubrí que tenía motivos de peso para sospecharlo.

«Un monstruo lámpara, uuuuh…». A ver si creíais que iba a poner una foto del espantoso payaso ése.

Mi madre imitando a Mola Ram: Cuando los nazis se derretían/absorbían/explotaban tras abrir el Arca de la Alianza, rara era la vez que no me tapaba los ojos por la impresión, pero la curiosidad me obligaba a abrir entre mis dedos rendijas por las cuales observar con morbosa satisfacción la agónica muerte de mis héroes de la SS. Lo mismo puedo decir del envejecimiento en tiempo récord de Donovan tras hacer caso a la arpía de Elsa y beber de un cáliz tan obscenamente ostentoso que sólo un estúpido hubiese adjudicado al humilde Jesucristo. Demasiado impresionante para verlo sin manos en la cara de por medio. Pero la salvajada que lleva a cabo el brujo Mola Ram cuando le arranca el corazón a un pobre hindú, sin anestesia ni instrumental quirúrgico ni nada, superaba a todo aquello. Al fin y al cabo no eran misteriosos poderes sobrenaturales que se cebaban con personas, era un tío sacándole el corazón a otro con la mano. Mucho más crudo y directo. Pues bien, la impresión que me causaba este momento de Indiana Jones y el templo maldito era peligrosamente célebre en mi casa, y mi madre se aprovechaba de ello con franco mal gusto, o eso pensaba yo. A veces yo aún estaba levantado cuando daban las doce de la noche, una hora inaceptable para que un mocoso de mi edad siguiese danzando por la casa y gritando amenazas en alemán inventado, y como todo el mundo sabe, a partir de esa hora los padres empiezan a portarse de forma extraña y hacer cosas cercanas a lo sobrenatural. A partir de las doce, a mi madre se le ponían los ojos en blanco, y al grito de “KALIMAAAAAA” avanzaba hacia mí como arrastrada por su demoníaca garra, que venía directa hacia mi corazón. Evidentemente, lo mejor era salir corriendo entre llantos de miedo y esconderse bajo las sábanas si no quería que mi corazón acabase convertido en una piedra Sankara y decorando la estantería que hay sobre la thermomix. Ah, sí, también me impresionaba ver a Jim Carrey haciéndole lo mismo al cocinero karateka en Dos tontos muy tontos.

Las técnicas de ligue de Mola Ram al descubierto.

El esqueleto fluorescente: El apasionante árbol evolutivo de los juguetes cuenta con una rama que siempre ha sido de especial interés para mí. Pasa el tiempo y las generaciones envejecen y dan paso a otras cada vez más cafres, pero los juguetes basados en muñecos que han de sufrir los tormentos y humillaciones de los jugadores por turnos hasta que acaban rebelándose de la forma más inesperada siguen estando de máxima actualidad. El mejor exponente de esta tendencia, o esta ola, si queremos hablar en términos más cinematográficos, es el Cocodrilo Sacamuelas. ¿Por qué tras aguantar con admirable estoicismo doce o trece embates de niños armados con tenazas, decide cortar por lo sano y atacar? Jamás descubrí cómo funcionaba el mecanismo que se escondía tras la aleatoriedad de sus ataques. Tampoco los del pirata en el barril. Los jugadores iban clavando, con considerable sadismo, espadas en un barril del que asomaba un pirata de rostro bondadoso, hasta que en el momento más inesperado, a veces tras dos estocadas y a veces tras veinte, nuestro torturado amigo salía disparado por el aire (¿alegoría de la ascensión divina?) por medio de un resorte. Tozudo, que sigue apareciendo incombustible cada año en los anuncios navideños de turno, es el entrañable burro que soporta filosóficamente más y más objetos humillantes sobre su osamenta, hasta que nos avisa con repentinas convulsiones de que hasta aquí ha llegado su paciencia (con el consiguiente y alegre “¡juguemos otra vez!” de los niños, que evidentemente no han captado las sutiles indirectas de Tozudo). Mención especial merece la variante más original de todas, en la que el mecanismo aleatorio se aplicaba a un juego de mesa llamado ¡Que viene papá! En este sádico juego, cada tirada de dados era una pesadilla comparable a la Ruleta Rusa en la que el jugador debía pulsar el despertador del padre (que duerme solo, Dios sabe por qué) tantas veces como señalaba la casilla en la que hubiese caído. En el momento más inesperado, papá se incorporaba en la cama de una forma que en el mundo real le dislocaría todos los huesos del cuerpo, matando del susto a todos los jugadores. Divagaciones aparte, yo tuve varios de estos juguetes. Y uno de ellos se convertía en mi peor enemigo una vez llegada la noche. Era el Esqueleto Fluorescente. Diría que con un nombre así sobran las explicaciones, pero no me pagan por suponer (ni por nada). La mecánica de este alegre juguete era la de siempre. El esqueleto colgaba de un mecanismo, y estaba en una pose idónea para que los niños colocasen espadas, tesoros y demás chorradas sobre él. En el momento más insospechado, comenzaba a bailar enloquecidamente, avisándonos de que el último objeto en cuestión no le había gustado. Durante el día, mis hermanos y yo humillábamos sin compasión al pobre esqueleto hora tras hora, riéndonos de que su único contraataque fuese un ridículo baile que le ponía aún más en evidencia si cabe. Pero cuando llegaba la noche, el Esqueleto Fluorescente consumaba su venganza. Con la oscuridad, el Esqueleto adquiría sobrenaturales cualidades fluorescentes y brillaba, verde y maligno, a pocos palmos de mi cara, pues la estantería en la que descansaba estaba junto a la cabecera de mi cama. Las noches espantosas que me hizo pasar ese esqueleto maligno nunca quedaron sin castigo, ya que al día siguiente me dirigía a él, ya despojado de sus poderes infernales, y le sometía a más torturas psicológicas llenas de rencor, añadiendo al juego objetos extra sacados de los rincones más oscuros de mi casa. Y por la noche, brillaba, más fuerte y furioso que nunca. Incluso creo que alguna vez se puso a bailar inesperadamente en mitad de la noche. El terror, amigos.

En el centro, el primo tO LoKo de nuestro Esqueleto Fluorescente.

El frisbee ruidoso: De entre toda la basura inútil conseguida en la feria que acumulé en mi casa a lo largo de los años, ninguna fue tan memorable como el Frisbee Ruidoso. No era más que un frisbee de dudosa calidad con un altavocillo en el centro que inutilizaba completamente las capacidades planeadoras del objeto, pero que emitía los sonidos más chulos imaginables: SSHHHHHH, ZIUUUUUU, BIP-BIP y otros más impronunciables. Todos ellos orientados a potenciar la sensación de Velocidad Luz del frisbee, ya de por sí bastante intensa. Al principio, yo era el amo y señor del Frisbee Ruidoso y la única ley respecto a los ruidos eran mis deseos: el frisbee sonaba cuando yo decidía lanzarlo. Pero en un giro aasimoviano de los acontecimientos, el frisbee tomó consciencia de sí mismo y comenzó a rebelarse contra los deseos de su dueño. Y sonaba cuando le daba la gana. En castigo, lo relegué a lo más alto de la polvorienta estantería de mi cuarto, casi en una esquina junto al techo, desde donde emitía sus sonidos cada vez que le venía en gana. Como es de suponer, de día no suponía más que un atractivo añadido a mi cuarto (¡ambientación sonora aleatoria!), pero de noche estos sonidos adquirían una dimensión siniestra. El silencio nocturno se veía de vez en cuando roto por unos inexplicables pitidos que alteraban la paz y la presión sanguínea del niño que dormía en la cama más cercana. Venían de lo alto de la estantería… Esto fue una constante en mis noches hasta que el Frisbee Ruidoso murió de causas naturales. Sus BIP-BIP empezaron a sonar más débiles y quejumbrosos con el tiempo, y llegado un momento, sus únicas señales de vida fueron débiles chirridos reminiscentes de lo que un día fueron espectaculares efectos sonoros aerodinámicos.

En el futuro todos los frisbees serán como el mío.

Prince Of Persia: A las buenas gentes aficionadas al mundo videojueguil se les hace la boca agua con los logros sin precedentes de las nuevas entregas del Prince Of Persia en materia de jugabilidad, ambientación, iluminación… Nada tengo en contra de ellos. Pero la atmósfera lograda por el juego original, el Prince Of Persia 1, con su aspecto plataformero en horizontal, sus píxeles como puños, sus pequeñas muestras de movimiento en los fondos en forma de antorchas y sus puntuales golpes musicales salidos de las entrañas del altavoz interno de la torre del ordenador no tiene parangón en lo que a perturbación se refiere. El no tener una misión clara más allá de avanzar por las mazmorras y el palacio totalmente ajeno a lo que puedes encontrarte es otro factor esencial. En este juego, avanzar más allá de lo que nunca has logrado no es algo bueno, es una maldición. A cada paso, a cada nueva pantalla, el juego es una prueba para nuestra capacidad cardíaca. Hay momentos que lograron sacarme el corazón por la boca en su día. Las mazmorras están adornadas con inofensivos montones de huesos a los que te acabas acostumbrando y considerando parte del entorno, pero en el tercer nivel uno de esos montones de huesos COBRA VIDA cuando estás a dos pasos de él y te ataca con su espada, con el consiguiente infarto del jugador. En el cuarto nivel, para abrir una puerta has de atravesar un par de pantallas que te separan del interruptor que la abre y luego desandar lo andado para volver a la puerta. Pues cuando vuelves, te topas con un aterrador (sí aterrador) espejo que te corta el paso y que desde luego antes no estaba. La única forma de atravesarlo es cogiendo carrerilla y de un salto. Y cuando lo haces, del lado opuesto del espejo sale algo que sólo puede ser tu reflejo, que sale corriendo por el otro lado de la pantalla para aparentemente no volver. Y tú te cagas en los pantalones. Un par de niveles después, cuando ya te has olvidado de la espantosa aparición, andas deambulando por el palacio, temiendo por tu vida a cada paso, y entras en una pantalla concreta. Y ALLÍ ESTÁ. Él no se mueve, porque entre los dos hay un enorme foso, pero ahí está, mirándote. Hay otras formas de salir de la pantalla, porque el palacio es un laberinto, pero el cague no te lo quita nadie de encima. El hijo de puta ha estado ahí todo el tiempo sin moverse, y ahora tú te has largado y quién sabe cuándo aparecerás en esa pantalla otra vez, pero por el otro lado del foso, al alcance de sus fantasmagóricas manos. No he mencionado que estos momentos puntuales (esqueleto, espejo, reflejo) son remarcados por un espantoso golpe musical en 8 bits, que a veces aparece cuando aparentemente no has hecho nada y no parece haber cambiado nada en la habitación que pisas. Y te preguntas qué hostias ha ocurrido en un radio de dos pantallas que sin duda te supondrá otro infarto y otro Ctrl+Alt+Supr de emergencia. Y en algún nivel, cuando atravesabas la puerta que te llevaba a la siguiente fase, la habitual melodía de triunfo se veía interrumpida a la mitad para dejar paso a un siniestro y familiar golpe musical. Y piensas con creciente terror: “Dios, ¿dónde me he metido ahora?”. Jugué a este juego por primera vez con seis años. A día de hoy, sigo sin haberlo terminado.

Maniac Mansion: Otro que tal baila. Son los píxeles, amigos. La atmósfera inquietante, enrarecida, perturbadora… la consiguen los píxeles. Las limitaciones técnicas. La ausencia de música, los escenarios parcos y desoladores. El Maniac Mansion, pese a ser, supuestamente, una comedia de los ochenta, se torna en turbadora aventura dentro de una mansión por la que vaga una familia de chiflados que a la primera de cambio te da el susto de tu vida entrando en la habitación en la que estás tú. Y no es porque no te avisen, no. Si estás robando pollo del frigorífico, de pronto pasamos a la habitación del chalado de Ed, que decide que tiene hambre y sale de su cuarto. El pánico se apodera de nosotros porque sabemos que Ed va para allá, o intentamos salir de la cocina a tiempo (y alejarnos del pasillo por el que probablemente viene Ed) o nos escondemos en la alacena y rezamos para que, cuando salgamos, Ed ya se haya ido.  O siga ahí, nos dé el susto de nuestras vidas y nos lleve a la mazmorra. Y mira que los personajes son feos en el juego éste. Grandes y cabezones, alejados de los personajillos pequeñajos que serían lo habitual durante muchos años en LucasArts. Jugar al Maniac Mansion era un reto para mí de crío, y no sólo por su dificultad: enfrentarse a la amenaza de una entrada repentina de la enfermera Edna era demasiado para el cuerpo. El juego éste daba miedo, qué leches. Gracias a Dios que con su genial secuela se me quitó todo el pánico de encima.

Corpo Di Bacco! Un intrusi en la mia cochina! Como se puede comprobar, el miedo es un idioma universal.

Aquel episodio espantoso de Pingu: A fuego tengo grabado el que sin duda fue el episodio más perturbador de una serie que, por su ortopédica animación de plastilina, la marciana forma de comunicarse de los personajes y cierto aire surrealista con ecos de la animación del otro lado del Telón de Acero, ya era bastante inquietante de por sí. Lo que empezaba como un típico episodio de Pingu, con nuestro pingüino oligofrénico favorito yéndose a la cama, pronto adquiría tintes más oníricos de lo habitual, cuando la cama cobraba vida propia y transportaba a su dueño por la inmensidad del Polo Norte. Todo muy mágico para un maravillado Pingu, hasta que la cama se detiene en una planicie blanca sin tantos icebergs y montañas de nieve como de costumbre. Y entonces aparece la criatura más aterradora del universo: una gigantesca morsa que se alza tras la línea del horizonte como si la blanca nieve fuese una mesa de juegos. Su grotesco aspecto, sus ojillos ávidos de carne de pingüino y sus profundas risas mientras tortura a la cama viviente y asusta a Pingu siguen atormentándome en sueños las noches más inesperadas. Y al final es que fue precisamente eso, un sueño, un sueño de Pingu, que se despierta y llora entre explicaciones incomprensibles en el regazo de sus padres, alcanzando un nivel de simbiosis con el espectador que la serie jamás volvió a lograr. Pero maldita la gracia que me hizo. Y por los comentarios del vídeo veo no soy el único, como resume ese usuario acertado y sucinto con su “fuck me that walrus is scary”.

Espero que estos nostálgicos recuerdos, a los que cabría sumar algunas escenas grotescas de Goofy e hijo y la carátula del Aqualung de Jethro Tull, hayan activado vuestro espíritu halloweenesco y que corráis a organizar maratones de películas ideales para este día, o a vaciar calabazas (lo dudo), o a sencillamente salir por ahí a hacerle la puñeta a los viejos malencarados. Si optáis por lo primero, os recomendaré una de las mejores opciones posibles para huir de las típicas La noche de Halloween de Carpenter, El Exorcista y demás: echadle un vistazo a la genial adaptación de La leyenda de Sleepy Hollow que llevó a cabo Walt Disney en 1949, ya sea doblada, con ese fantástico elenco latino, o en versión original, con la inigualable narración de Bing Crosby. Pocas películas ambientadas en la noche de brujas hay mejores, y desde luego le da bastantes vueltas a la que filmó Tim Burton hace once años. Tengo entendido que mi amiga L’Ange piensa colgarla hoy en su blog hoy si todo va bien y no le vence la pereza, así que allí podréis encontrarla a lo largo del día (la competencia desleal es que está muy fea). Sophie, cumple tu palabra y no me dejes en mal lugar…

Y ahora, mientras desaparezco en las tinieblas de la noche al ritmo de los compases de una de las canciones más aterradoras que existen, os voy a dar un consejo final. Si tienes una hija o una hermanita pequeña que va a salir disfrazada de fantasma, no te confíes, comprueba que es realmente ella y no E.T. la que se esconde bajo la sábana. Buenas y terroríficas noches, amigos. Disfruten de Halloween.

4 comentarios en “Halloween en The R Lounge

  1. Ni tú ni los «comentaristas» de YouTube (por así decirlo) habéis sido las únicas personas que se traumatizaron con la Morsa. Pero lo más curioso es que ha causado más traumas, por así decirlo, otra vez, de los que me imaginaba. La cinta donde aparecía el episodio rara vez la ponía y si se ponía por petición de mi hermano siempre salía pitando al cuarto hasta que pasara. Después de esto ni siquiera me traumaticé con las morsas reales. Daba más miedo que el Señor Morsa de Alicia en el País de las Maravillas, aunque esa morsa más bien me causaba impresión que espanto por el cruel infanticidio que cometió. Desde luego era para que un carpintero le persiguiera con un ¿hacha? (maldita memoria).

    Y si me permites te cuento una batallita de abuelo acerca de un trauma. En un episodio de la serie Thomas the Tank Engine and Friends (traducida como Thomas y sus amigos en España aunque fue traída a partir de la octava temporada que es una temporada de bajón donde los personajes ya se dirigen directamente al público pre-escolar con el narrador narrando más lento de lo habitual aunque sin tirar de la participación del público como en La casa de Mickey Mouse) de la quinta temporada llamado ‘Put upon Percy’, la locomotora pequeña verde Percy que estaba un poco hastiado tiene que ir a trabajar a una mina y de repente empuja a los vagones dentro de la mina. Lo que pasa es que los vagones de carga les encanta hacer de las suyas, y son unos bromistas natos, TODOS, o bueno casi todos, tiquismiquis también y no sienten remordimientos de acabar destrozados si empujan a una locomotora en una colina o descarrilan un tren de mercancía. Unos kamikazes, vamos. Pues a lo que iba. Los vagones son empujados dentro de la mina y disfrutan de ir corriendo dentro de la mina como en la segunda película de Indy pero no van enfocando en distintos planos su carrerilla, sino que van alternando planos, uno del recorrido en primera persona como si lo estuviera viendo o notando el público y otro enfocando la cara risueña del vagón (risueña porque era en realidad una cara reutilizada de otro personaje pero no enrollo más). Como sabes y saben todo el mundo las minas se valen por la luz de los focos en la oscuridad, así que mientras los vagones corrían, los tibios faroles de la mina iban alternando la luz y la oscuridad en la cara risueña del vagón que le daba un tono pesadillesco, sin intención por parte de los creadores supongo, más el enésimo remix del tema habitual para las persecuciones dentro de la serie que acabaron por darme bastante yuyu, y creo que fueron diez segundos más o menos con la cara risueña de aquel vagón sumergiéndose en las profundidades de la mina pasándoselo bien como si fuera una montaña rusa. Al final aquellos vagones se descarrilaron y causaron un enorme desprendimiento dentro y fuera de la mina. Creo que esa fue la temporada que más choques, desperfectos, carreras e historias de terror hubo. Más que nada porque era una temporada con historias no basadas en el material literario original. Te incluyo también una misteriosa y espeluznante bola de piedra gigante a la que se le aparecía una cara imaginaria, pero esa bola no causó lo mismo.

    Y con esto termino. Disculpa el rollo, Miguel. Un saludo.

    1. ¡Cagüen, vaya tochazo! Nada de lo que disculparte, desde luego; se agradecen anécdotas (traumáticas) como ésta. ¡Que el número de visitas sube bestialmente con los días, pero los comentarios van a menos, señores!

      Desde luego, la morsa esa daba mucho cague, en realidad estoy inquieto por haberlo vuelto a ver tras tantos años, casi mejor habría sido dejarlo en el olvido…

  2. Pues nada, aquí va mi «aporte», que ya todo el mundo conoce. Aun a día de hoy sigue acojonándome (literalmente, hasta tal punto que me sigo removiendo en el sillón con incomodidad) la escena en la que Elliot espera durmiendo fuera de casa a que E.T. aparezca, y lo hace con esa niebla, del trastero, y a pasos aleatorios (porque otra cosa que uno teme es la aleatoriedad; es como las cucarachas, te dan asco porque no sabes hacia dónde van a saltar :P).
    Y este trailer es un poco a coña, pero recoge bien las partes en las que esta película hace que siempre la vea con recelo. Que sí, que al final será un extraterrestre adorable, pero muchas veces la atmósfera que crea es una bien distinta…

Deja un comentario