Walt Disney Animation Studios: mis canciones favoritas (I)

Una vez, hará unos ocho o nueve años, volvía a mi casa hacia las seis de la mañana tras una noche de excesos en Chueca —esto es empezar un artículo por todo lo alto— cuando me crucé con un grupo de adolescentes extranjeras pasadísimas cantando a voz en grito Hakuna Matata. Puedes salir de Chueca, pero Chueca tarda en salir de ti, de modo que me uní a ellas en el momento exacto en el que Simba arrancaba con lo de it means no worries for the rest of your day, cantamos el resto de la canción juntos y me alejé haciendo el mismo fade out de la canción, con sus ah-ah-ah y todo, mientras ellas se despedían histriónicamente y una en concreto, obnubilada por este momento de absoluta complicidad entre desconocidos que ni siquiera hablaban el mismo idioma, me dedicó un YOU’RE AWESOME que aún guardo en mi corazón.

Esto pasó de verdad y pasó exactamente así, lo cual me resulta muy útil para reforzar mi argumento: ¿son las canciones el aspecto de las películas Disney más comentado, recordado y usado para crear una complicidad como la de mi historia? Una cosa es segura: los referentes arquitectónicos de La bella durmiente no sirven de mucho a las tres de la mañana después del quinto ron cola en un karaoke. En muchos sentidos, las canciones de estas películas son el arma secreta tras su persistencia cultural, puesto que desvinculadas de su contexto original funcionan tan bien como dentro de él. Nos llevamos las canciones con nosotros y cada vez que las escuchamos o las cantamos, alargamos un poco la vida de la película en nuestra memoria emocional sin necesidad de volver a verla. En cambio, el puñado de películas que no tienen canciones son sistemáticamente las menos recordadas o mencionadas.

No todas las actitudes que mantienen vivo el canon musical de las películas Disney son tan alegres. Quien dice complicidad dice también odios, como atestigua la milenaria y espectacularmente idiota guerra cultural que enfrenta a hispanohablantes de ambos lados del Atlántico y que quizá algún día llegue a dar respuesta al enigma de qué versión de Príncipe Alí es mejor, la estúpida que no conozco o la que escuché de pequeño en mi casa. Y uno diría que con un espectro tan amplio y apasionado de reacciones, desde la nostalgia desbocada hasta esas furibundas peleas en youtube en las que no hay lugar para la ortografía, existiría cierta mirada reflexiva por parte de todos nosotros acerca de qué hace tan inmortales a estas canciones más allá de nuestras circunstancias personales. Pero claro, no. La gente se sabe estas canciones porque de pequeños sus padres usaron constantemente los vídeos de las películas Disney a modo de niñera-hipnosapo, así que no hay que pensar mucho para cantarlas. Se trata de apagar el cerebro un rato, buscar una conexión rápida y un buen chute de nostalgia autocomplaciente. Si no fuera porque, tal y como demostró el —¿segundo?— momento más penoso de la última ceremonia de los Oscar, la propia compañía expendedora de estas canciones parece muy dispuesta a perpetuar la noción de sus propias películas como poco más que carnaza que los niños ven en bucle y los adultos toleran a duras penas, lanzaría mi dedo acusador contra la mediocridad del ciudadano de a pie.

En lugar de eso, hoy vengo con otra estrategia más sana bajo el brazo. Voy a escoger una canción, mi favorita, de cada una de las películas del canon de los Walt Disney Animation Studios y las voy a usar para hablar de la música de estas películas. Mi intención es dar algo de amor a esta tradición musical, al talento artístico y el ingenio narrativo que se esconden —o no— tras ellas, y quizá hacerte prestar a estas canciones una atención especial que nunca antes le habías dedicado. El mero ejercicio de escoger mi favorita de cada película me va a servir para reflexionar yo mismo sobre por qué prefiero una por encima de otras; puede que también a ti consiga hacerte plantearte si hay algún motivo más allá de las veces que viste un determinado VHS de pequeño para que tengas tus propias favoritas. Hablaré de las canciones, de mi relación con ellas y, si se tercia, de las versiones que españoles y latinos llevamos en nuestro corazoncito. Sobre esto último, mi humilde objetivo es ser el primer ser humano en la historia de la civilización que trata esta cuestión de forma constructiva.

Para ello, en lugar de publicar semejante monstruosidad de entrada de golpe, voy a ir actualizándola cada pocos días durante los próximos… meses con una nueva película —y canción— cada vez, desde Blancanieves hasta Encanto. Y como este viaje va a ser incluso más largo que el que dediqué a James Bond, casi mejor vamos empezando. ¿Me arrepentiré a medio camino? Descubrámoslo: flashback a 1937.

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Si tenemos que hacer caso a Wikipedia y al moribundo enlace a la fuente, la música de Blancanieves constituye el primer álbum jamás comercializado para una banda sonora. De ser cierto, ¿tan sorprendente es? En un mundo en el que el cine sonoro empezaba a superar la fase de novedad pero que seguía resistiéndose a dejar atrás el género musical como la forma perfecta de enfatizar que, eh, aquella gente de la pantalla realmente estaba soltando ruidos por la boca, el fenómeno de que esa gente fueran dibujos en movimiento ciertamente seguía siendo completamente extraordinario. Así que por supuesto que el primer largometraje animado de la historia —información con algún que otro asterisco— iba a ser un musical. Por supuesto que Walt Disney, obsesionado con la sincronización entre imagen y sonido como la clave del futuro de los dibujos animados, iba a subrayar hasta el límite de lo posible la magia de ver a un personaje dibujado moverse, desde los labios hasta los pies, en perfecta sintonía con el ritmo de una melodía. Por supuesto que aquellas canciones iban a ser algo trascendente. Por supuesto que aquella banda sonora debía ser un ítem coleccionable en sí mismo.

La costumbre de usar el término «visionario» para definir a Walt Disney se ha vuelto, con el tiempo, una abstracción que o bien se recibe con un aborregado «ah, sí», o con un mecánicamente escéptico «oh, por favor». Ninguno de los dos sabe qué acaba de reafirmar o contra qué se está rebelando, eso por descontado. Esta decisión de Walt de poner a la venta la banda sonora de Blancanieves en forma de disco adquirible, haciendo comprender a toda la industria cinematográfica el valor comercial añadido que podía tener la música de una película y por tanto dando la vuelta a su lugar en la cultura, es una muestra tan buena como cualquier otra para volver a definir esa «visión».

Otra cosa muy poco sorprendente: las canciones de Blancanieves se encomendaron a Frank Churchill, quien en 1933 había contribuido al corto Los tres cerditos con el mega éxito definitorio de la Gran Depresión Who’s Afraid of the Big Bad Wolf. Junto al letrista Larry Morey, otro veterano de la producción de cortometrajes de la Disney, compuso seis canciones. Bueno, en realidad, para no quedarse cortos, compusieron veinticinco, de las que Walt pudo escoger cómodamente las seis que se incluyeron en la película y alcanzaron la inmortalidad. De ellas, todas increíblemente pegadizas y cantables, mi favorita es Some Day My Prince Will Come.

Todos estaremos de acuerdo en que la más famosa es Heigh-Ho, pero tengo cierta debilidad por la textura encantadoramente desfasada que el falsete de Adriana Caselotti otorga a los temas interpretados por la propia Bancanieves. El trabajo de animación de Grim Natwick con la protagonista, aunque trascendente en su debido contexto, es aún dubitativo y algo limitado, de ahí lo esencial de la contribución de Caselotti a la calidez que transmite la princesa. Tal es la simbiosis entre la actriz y el personaje que Walt Disney la recompensó con mil y un esfuerzos para preservar la ilusión de que aquella era realmente la voz de Blancanieves, incluyendo no acreditarla en la película y el sabotaje de su prometedora carrera al evitar que nadie más pudiera usar su voz en otras producciones.

La melodía de Some Day My Prince Will Come es encantadora, seguramente menos pegadiza que la de Whistle While You Work, pero mucho más lírica, y Caselotti la interpreta de forma luminosa. Luego, en un nivel más conceptual, hay un rasgo que me resulta atractivo de ella, uno que resulta ser, paradójicamente un pequeño defecto: es una canción redundante. Al airear las fantasías amorosas de Blancanieves, cumple exactamente la misma función que I’m Wishing, y por mucho que la Disney siga manipulando y neutralizando digitalmente sus películas clásicas para borrarles cualquier atisbo de edad e historia, siempre quedará este detalle para recordarnos que estamos ante un primer y a su modo incierto ejemplo de musical animado, con muchas esquinas por pulir y bello en su imperfección experimental.

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Llevas oyéndola toda tu vida, en diferentes arreglos de pocos segundos. Puede que no hayas pensado en ello conscientemente, pero cuando tu cerebro traduce a impulsos primarios el ubicuo y extremadamente complicado concepto de «Disney», es éste el puñado de notas musicales al que lo reduce, tal y como usa tres círculos estratégicamente organizados para evocarlo visualmente. Una masiva maquinaria publicitaria de inconcebible impacto cultural te hace vincular instintivamente su sonido a un lugar seguro, a la complicidad de algo bueno que conoces tan bien como un abrazo materno. Es When You Wish Upon a Star.

Hay algo de toda esta racionalización que influye en mi preferencia de la canción de apertura de Pinocho por encima de otras que también merecen mi cariño, pero no se trata exactamente de premiar su prevalencia de forma automática con una especie de medalla al mérito. Son las cualidades de un tema tan maravilloso las que la llevaron mucho tiempo después a convertirse en el icono sonoro de la Magia Disney (TM), y son ésas cualidades las que la hacen ser la favorita de tantos aficionados, o como mínimo, como es mi caso, en una canción inmensamente admirada. ¿Se crea también una inercia inevitable que lleva a dudosos rankings de Las Mejores Canciones Disney escritos por becarios voluntariosos a dar el primer puesto por mera tradición a este clásico? Se crea. Pero, del mismo modo que es estúpido negarle a Ciudadano Kane sus inmensos valores intrínsecos como respuesta a sus continuas medallas de oro en las listas de mejores películas de la historia del cine, es estúpido fingir que When You Wish Upon a Star ocupa un lugar inmerecido en la memoria colectiva.

When You Wish Upon a Star, como el resto de canciones de Pinocho, fue escrita por Ned Washington y Leigh Harline. Washington había desarrollado una robusta carrera como letrista fuera del estudio, mientras que Harline, quien había dado vida musical a muchísimas de las Silly Simphonies del estudio y que ya había creado el score instrumental de Blancanieves, se estrenó aquí como compositor de canciones. Fue su última creación para la Disney antes de irse en busca de otras oportunidades, pero qué forma más espectacular de irse. Con esta canción, más que con ninguna otra, la pareja dio a Pinocho su alma y un hilo temático poderosísimo que de hecho ayuda a cohesionar la película cuando ésta amenaza con perderse en su falta de foco aleccionador —en serio, Pinocho dispara a discreción y trata de dar sanas lecciones sobre MUCHAS cosas—.

La canción aparece en los créditos iniciales, y como tal Walt podría haber escogido a sus infalibles coros para cantarla; pero en un momento de la producción en el que Pepito Grillo empezaba a revelarse como el arma secreta de la película, decidió que Cliff Edwards, la bastante famosa voz del personaje, la intepretara. Qué gran decisión. La conmovedora interpretación de Edwards es la última pata de When You Wish Upon a Star, la guinda de una perfecta concatenación de talento que permitió a Pinocho sobrevivir como símbolo tras su desastrosa carrera comercial en su estreno de 1940. Proporcionó a la Disney su primer Oscar a la Mejor Canción y, cuarenta y cinco años después, en 1985, trascendió definitivamente como parte instrumental del proceso de recuperación de la Marca Disney llevado a cabo por Michael Eisner al acompañar, por primera vez y ya para siempre, al logo del castillo de los Walt Disney Studios al principio de sus películas. A día de hoy a nadie se le ha ocurrido remplazarlo por Let It Go, y si eso no demuestra nada, no se me ocurre qué puede hacerlo.

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No se me ocurre mejor momento para enfatizar mi intención de separar, en la medida de lo posible, las canciones de las secuencias a las que acompañan. Pregunta a cualquiera —en la calle, a ser posible saliendo bruscamente de un callejón poco iluminado— por la primera secuencia de Dumbo que le viene a la mente, y nueve de cada diez veces la respuesta será «la escena de los elefantes rosas», siendo la décima un ataque instintivo con un spray antiagresión. No es para menos. Musicalmente hablando, Dumbo aún posee una cantidad sorprendente de récords dentro de la filmografía de los estudios Disney, y éstos incluyen no sólo la ofensiva emocional aún por superar de Baby Mine, sino también el insuperable poder perturbador del extraordinario número musical oficialmente llamado Pink Elephants on Parade. Dentro de una película diseñada desde el principio como una producción sin grandes retos técnicos para salvar los muebles después de la racha de megaproyectos comercialmente desastrosos iniciada por Pinocho y Fantasía y que tenía toda la pinta de ir a prolongarse con Bambi —spoiler: se prolongó—, la secuencia de los elefantes destaca como un prodigio de inventiva visual y de trucos de animación que aún hoy no estoy seguro de cómo se lograron.

No obstante, incluso cuando separas la música de las imágenes, tu cerebro completará de forma inconsciente la experiencia evocando el festival de formas, luz y color de la secuencia. Simplemente no es una canción completa sin el elemento visual. Juzgando estrictamente las canciones de Dumbo en el vacío sonoro, no tengo dudas: nada me gusta más que ese cuervo salao arrancándose por soleares mientras asegura que nunca vio a un elefante volá.

Ned Washington debió cogerle el gusto a trabajar para Walt Disney, porque si bien acudió a la llamada de Pinocho en calidad de letrista ajeno al estudio, repitió tareas en Dumbo. Formando equipo con Frank Churchill, no logró repetir la sensacional proeza de When You Wish Upon Star en lo que a Oscars se refiere, pero no por ello When I See An Elephant Fly deja de ser una canción sensacional. Ahora bien, aunque merece muchísimo la pena disfrutar de la versatilidad de un Cliff Edwards en las antípodas de su interpretación como Pepito Grillo de la canción cumbre de Pinocho, When I See An Elephant Fly es una canción para la que prefiero, como a lo mejor ya has sospechado, la legendaria versión latinoamericana de Edmundo Santos, encabezada por Florencio Castelló y su acento andaluz elevado al once. Repito: excelente en versión original, pero si nos podemos ahorrar tres horas de enfervecida y en su mayor parte desinformada discusión sobre representación racial —otro récord musical para Dumbo—, que venga ese cuervo de Triana.

Por cierto, ya que solemos abominar de los redoblajes por puro acto reflejo nostálgico, nunca está de más recordar que el doblaje de Dumbo de-toda-la-vida-y-que-tanto-nos-gusta no es sino un redoblaje que en los sesenta vino a reemplazar al bastante perdido doblaje original argentino.

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Es posible que la banda sonora de Bambi sea la que más evidencia el paso del tiempo, esos ochenta años que cumple en agosto. Pese a que tras varias permutaciones compositor/letrista, Bambi recupera a la pareja artífice de las canciones de Blancanieves no es ésta una película recordada necesariamente por sus canciones, y volver a la película más naturalista de Disney es encontrarse con unos temas no exentos de cierta belleza, pero también un poco relamidos y engolados.

Admito que es un comentario algo injusto. Bambi no pone gran énfasis en sus temas musicales, al menos no de la forma en la que lo hacen sus películas predecesoras. Su propuesta musical es distinta, y lo mismo puede decirse del modo que plantea de integrar las canciones con la historia, uno que décadas después reportaría a Tarzán mucha atención y comentarios acerca de lo moderno de su uso de los temas de Phil Collins. En Bambi, como en Tarzán y a diferencia de Blancanieves, Pinocho y Dumbo, las canciones dejan de estar interpretadas por los personajes y aparecen como complemento omnisciente a secuencias río, montajes en los que la música enfatiza el paso del tiempo o un paciente proceso de aprendizaje. Es una elección más radical de lo que las décadas transcurridas desde 1942 nos lleva a pensar, tomada en un momento en el que el cine de animación aún era lo suficientemente joven para experimentar con los formatos y todavía a unos años del establecimiento definitivo de los patrones establecidos dentro del medio, al menos en occidente.

También es una elección apropiada en una película como ésta. En la razón de ser de Bambi reside una bella paradoja, que a la postre es su rasgo más valioso: tratar, a través del que seguramente es el medio artístico que menos margen deja al azar —la animación—, de actuar como imparcial ventana hacia ese ballet que es el fluir de la naturaleza, renegando en gran medida de mecanismos narrativos en favor de la ilusión de lo contemplativo. Es una virtud inusual y a día de hoy completamente desterrada del cine de animación occidental, una que I Bring You a Song, en su fantasmagórica elegancia, evoca mejor que cualquiera de las otras tres canciones que suenan durante la película.

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De forma excepcional, con Saludos Amigos, la primera de las seis Películas Paquete por las que vas a pasar sin moverte de esa silla ni saltarte ni una hasta que te las acabes todas, voy a dedicar más espacio a poner en contexto esta singular etapa del estudio que a hablar de la música en sí, por motivos que explicaré al final. En cualquier caso, es posible que sepas poco de estas películas, y creo que algo de la información que rodea a su existencia ayudará a que las aprecies un poco más a medida que hablo de ellas.

Hacia 1941, la curiosidad con la que Estados Unidos había estado mirando cómo esos extraños europeos se metían en otro de esos inexplicables fregados bélicos a los que tan aficionados parecían ser empezó a verse reemplazada por cierta inquietud ante la buena racha de conquistas de uno de los europeos implicados en cuestión. Washington DC había pasado de ni querer hablar del asunto a plantearse si acaso el resultado de aquella partida de Risk a gran escala podría llegar ser una amenaza para su estatus como primera potencia mundial. Y estaban los estadounidenses tratando de consolarse con el pensamiento de que una sana cantidad de agua salada mediaba entre aquel disparatado conflicto y la Tierra de la Libertad y de la Esclavitud Semiabolida, cuando, como al unísono, una idea inquietante les hizo girar la cabeza hacia los vecinos de la puerta de al lado: Latinoamérica. ¿Sabía alguien con quién estaban sus simpatías en este asunto, si es que opinaban algo? ¿Alguien por casualidad se había acercado a tener un poco de charla casual sobre el seto de la que extraer algún tipo de conclusión? ¿No sería mejor ir rápidamente a dejarles una tarta de manzana y hacer buenas migas con ellos?

Con el discurso referente a la guerra oficialmente cambiado de «qué hablas de meternos en lo de Europa, niño, tú no serás comunista» a un mucho más edificante «luchemos por la justicia mundial», el gobierno organizó una junta vecinal para decidir quién iba a saludar a los Entrañables Amiguitos del Sur con la empanada en las manos, y Walt Disney, popular allende las fronteras gracias a sus dibujos animados, sacó la pajita más corta. La empanada en cuestión, según dictaminó el Gobierno, serían una serie de largometrajes de bajo coste, en parte financiados por el tío Sam, con los que mostrar durante unas semanas interés y respeto por las estrambóticas costumbres y ropajes de aquellos potenciales aliados de Hitler montados en burros. Walt no se quejó ante este rol de embajador impuesto. Con el mercado europeo bloqueado y Roy desesperado —como era su costumbre— por lograr que las cuentas del estudio cuadrasen, no venía mal dedicar esfuerzos a productos específicamente destinados a hacer caja en Latinoamérica.

Saludos Amigos, la primera de estas dos películas de temática latina, sentó las bases de lo que sería la producción de largometrajes de la Disney durante el resto de la década: carruseles de cortometrajes no demasiado caros, creados por animadores a los que se les soltó la cuerda para que experimentaran con lo que les diera la gana siempre que ayudase a terminar antes y casi siempre llenos, llenos hasta las trancas de música. En futuras películas paquete dedicaré más palabras a la música, pero el díptico latino es complicado en este sentido. Muchísimas de las canciones que contienen son adaptaciones más o menos libres de tonadas tradicionales o éxitos comerciales de los países retratados, y por ello me resulta extraño e incluso algo frívolo valorarlas en términos similares en los que trato de argumentar los méritos de temas nacidos en el seno de los estudios Disney.

Otro motivo para no extenderme es que Saludos Amigos es a mucha distancia la más morosa en canciones de las seis películas paquete. Dos temas son las que aparecen, uno original —el que da título a la película— y el otro una composición de Ary Barroso de 1939, que en cualquier otra circunstancia descartaría por no tratarse de una canción original. Pero puesto que fue precisamente el arreglo aparecido en Saludos Amigos de esta Aquarela Do Brasil la que dio al tema la fama mundial que aún tiene hoy, y que sería un pecado escoger por encima de una pieza tan deliciosa a la no exactamente estelar canción principal de la película, vamos con ella.

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¿Qué dices? ¿Que me salte las películas paquete y vaya directamente a Cenicienta? ¿O a Aladdín, ya que estamos, porque eres tan generacionalmente plúmbeo que sólo tienes interés en que alimente tu círculo vicioso de nostalgia por algo que ya eres capaz de repetir como un loro hasta sin el estímulo de una galleta rancia? ¿Debo suponer que ya si eso volverás dentro de un par de semanas, cuando calcules que ya habré retomado las películas… de verdad? Argh, cómo te odio. Sé que tú me odias, pero yo te odio más a ti.

Incluso entre los maestros animadores del estudio había voces, como la el entrañablemente gruñón y verbalmente violento Milt Kahl, que pensaban como tú y se morían por volver a trabajar en películas de gran envergadura, pero la mayoría estaban encantados. Las películas paquete eran el lugar ideal para soltarse, llevar la animación al límite e introducir aquellas corrientes modernistas que a principios de los 40 empezaban a hacerse notar en la ilustración y el diseño y que tan fascinantes se les hacían. Investigar las corrientes artísticas latinas de vanguardia sólo les llevó a enamorarse aún más de los usos modernos de la forma y el color, y esto llevó a Los tres caballeros a 1) adquirir una dimensión expresionista al borde del surrealismo y 2) suponer un homenaje a Latinoamérica más basado en la abstracción del lenguaje artístico que en el didactismo de Saludos Amigos.

El mayor énfasis en la música marca otra diferencia respecto a Saludos Amigos, una que también contribuyó a esta ausencia de ataduras visual. En ocasiones, viendo la película, da la impresión de que los animadores iban creando las escenas en tiempo real a la par que sonaba la música, en función de lo que ésta les inspirara a cada segundo. Hay buena simbiosis entre las imágenes y la música en esta película. Y se da la extraña circunstancia de que mi canción favorita es una que ya estaba entre mis preferidas, así en general, incluso antes de saber de su presencia aquí. Bahía, o Na Baixa Do Sapatero en su versión primigenia de 1938, es uno de mis estándares favoritos de música latina, y lo era mucho antes de descubrir, en uno de estos revisionados con epifanía incluida, que formaba parte de la banda sonora de Los tres caballeros. Como ocurrió con Aquarela do Brasil, también compuesta por Ary Barroso, fue precisamente el —muy respetuoso— arreglo aparecido en la película, con una nueva letra escrita por Ray Gilbert e interpretado por Néstor Amaral, el que a la postre dio fama internacional a la pieza y la convirtió en un estándar un millón de veces versionado.

Esto me sirve para ilustrar mis dudas, expresadas al hablar de Saludos Amigos, acerca de tratar canciones que no son creaciones originales para estas películas. ¿Cómo hablar de una canción como Bahía, que conozco del mismo modo del que puedo conocer Caravan o cualquier otra pieza de jazz recurrente, con términos análogos a los que usaría para desmenuzar Cruella de Vil? No se trata de que las raíces de una la hagan más digna que otra; de hecho, si estoy haciendo este demencial análisis cronológico es para darle a las canciones de la Disney una atención y una oportunidad de mostrar sus fortalezas musicales que habitualmente no se les da, porque incluso en el fondo de toda esa pasión nostálgica mundial por la música Disney aparece esa condescendencia, ese implícito «bueno, pero no son canciones DE VERDAD». Son canciones de verdad. Pero las circunstancias de su creación y sus obligaciones ligadas a una narrativa las ponen en un terreno distinto, a nivel de análisis, a cualquier canción comercial.

Por suerte no hace falta que yo venga a explicar que Bahía es un tema inmortal, muestra sublime de lo que nos hemos puesto de acuerdo a degradar bajo el término de «música de ascensor» simplemente porque es, como la denominación easy listening indica, extremadamente fácil de escuchar. Estará ahí mucho después de que tú y yo pasemos a la categoría de no contribuyentes por causa mayor, y, qué cosas, esto se lo debe a Los tres caballeros.

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Con el fin de la Segunda Guerra Mundial también terminó la necesidad de estar a bien con los vecinos de Latinoamérica, quienes no volverían a ser un problema al menos en una década, pero no la de tratar de mantener la ilusión de que los Walt Disney Studios sacaban una nueva película animada cada cierto tiempo. La ilusión, según comprendió Walt, se conseguía prolongando la operación del díptico latino de componer antologías de cortos producidas dentro de un férreo presupuesto y lanzarlas como largometrajes. De modo que las Películas Paquete continuaron, aunque ya en plan tormenta de ideas, sin ningún hilo conductor temático ni nada. La primera posterior a la dupla hispana, Make Mine Music, suele llamarse en demasiadas ocasiones una Fantasía de saldo. En parte es un término preciso. Es como Fantasía pero sin el dispendio millonario de recursos, sin las pretensiones artísticas y sin la estructura cuidadosamente planeada para elevar las virtudes de cada segmento. Y en lugar de clásicos de la música, la película hinca el diente sin vergüenza en las modas más atractivas del momento, reuniendo a una pléyade de superestrellas de la música y la radio de los 40 en una manobra promocional a la desesperada en la que los grandes nombres se priorizaron ante cualquier tipo de cohesión sonora. No hay más que ver la lista de compositores de los temas —de nuevo estrictamente originales—, donde prácticamente cada una viene firmada por un autor diferente.

Pero piénsatelo dos veces antes de despreciar por convención a la Fantasía de saldo. Benny Goodman, Jerry Colonna, las Andrews Sisters y Dinah Shore son algunos de los invitados de lujo que dan sonido a este carrusel de cortometrajes en el que, por cada baratija llenaminutos protagonizada por siluetas recortables iluminadas, tienes joyas de la comedia visual injustamente olvidadas como The Martins and the Coys y Casey At The Bat, o piezas tan frescas como All the Cats Join In. Ésta, una propuesta agresivamente contemporánea y sensual —con sus siluetas femeninas desnudas cortesía de Fred Moore— se acompaña de un excelente estándar de swing firmado por su majestad Benny Goodman que sería mi ganador en nuestra competición musical si no fuese porque la versión con letra no forma parte de la película. De modo que mi elección es Johnny Fedora and Alice Bluebonnet, la encantadora balada con la que las Andrews Sisters relatan el romance de dos sombreros que se hacen ojitos en un escaparate. El corto es una delicia ligera, más en la línea gentil de la futura La dama y el vagabundo que en la de la comedia pura, y el inconfundible vaivén a coro de las Andrews es el acompañamiento perfecto.

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Las seis Películas Paquete pueden agruparse por parejas fácilmente. La primera de ellas la componen, evidentemente, las dos películas de temática latina. La segunda son las dos Fantasías de Rebajas y sus programas de cortos musicales, de las cuales ya hemos dedicado palabras a una. La tercera es, al menos estructuralmente, la que se siente más chapucera desde el primer momento. Uno puede hasta cierto punto aceptar una película que propone una serie de cortometrajes sin suspicacia, pero… ¿películas que empalman dos mediometrajes? ¿Como si ambos hubieran intentado llegar a cubrir el metraje mínimo necesario para cualificar como película fracasando penosamente y teniendo que juntarse para sumar una cantidad de minutos digna? Fun & Fancy Free es la primera de esa pareja, y su existencia es más o menos el resultado de dos historias que evolucionaron de forma similar a como he relatado. En particular, la crónica que se esconde tras la mitad inspirada por el cuento de Jack y las habichuelas mágicas es sorprendentemente larga y convulsa, pero aquí me limitaré a explicar que con las miserias que estaba atravesando el estudio durante los 40, Walt no estaba con muchos ánimos para batallar con un proyecto que simplemente no tomaba forma, de modo que a la luz de lo rentables que estaban resultando las Películas Paquete, ordenó que aquellas dos ideas a medio cocinar, otrora ambiciosos proyectos de largometraje, se terminasen de la forma más rápida posible para juntarlos bajo el paraguas de otro de aquellos inventos «antológicos».

La primera mitad, protagonizada por el oso Bongo y muchas bofetadas con intención sexual, tiene la voz de Dinah Shore como timón de la narración y las canciones, lo cual la pone en una onda similar al de esta era de películas arropadas por grandes nombres de la música y la radio de los 40. La segunda, en cambio, parece un regreso a otros tiempos del estudio, en los que no tenía sentido poner a nadie, de carne y hueso o no, a luchar contra Mickey Mouse por la cabeza de cartel. Esto es, claro está, si ignoramos que el mediometraje en cuestión está enmarcado en una narración que rezuma star power gratuito por los cuatro costados y en la que Pepito Grillo se cuela en una fiesta en la que los únicos invitados son el famosísimo ventrílocuo Edgar Bergen, sus muñecos Charlie y Mortimer y la superestrella infantil Luanna Patten, pero sorprendentemente no llama a la policía.

Comparando ambas en el aspecto musical y reduciéndolo todo a un burdo promedio, prefiero el melódico cantar de estilo de postguerra de Dinah Shore a las cuatro canciones que hay diseminadas por Mickey y las habichuelas mágicas, la mayoría poco interesantes y sin una artista como Shore para darles algo de empaque. Pero eso es la mayoría.

Fee-Fi-Fo-Fum, la primera y desde luego no la más célebre de una breve lista de canciones Disney tituladas a partir de una ristra de palabras mágicas, puede parecer una nadería que apenas cumple los requisitos para ser considerada una canción de verdad, pero a mí me gusta bastante. Sólo lamento lo rápido que termina, truncada por un chiste que al menos contribuye a la personalidad sorprendentemente fuerte que tiene este gigante Willie. Mientras dura, sin embargo, este tema medio cantado, medio recitado por Billy Gilbert, el actor que da voz a Willie, tiene el ritmo y la chispa de una buena banda de swing de mediados de los años 40. Me gustaría poder decir que la letra también contribuye de alguna manera, pero lo siento, letrista perpetuamente no acreditado en los estudios Disney Arthur Quenzer.

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La segunda Fantasía de Sección de Oportunidades saca, creo yo, una nota media inferior a Make Mine Music. La mayoría de los cortos que la componen optan por un humor amable y demasiado suave, cuando si algo necesitan estos Frankenstein sin unidad temática para no perder fuelle sección tras sección son emociones fuertes aquí y allá y un contraste tonal que ayude a mantener un ritmo tolerable. El supuesto dream team de famosos encargado de poner el contrapunto sonoro tampoco alcanza las alturas estelares de Make Mine Music, y las únicas que repiten, las Andrews Sisters, tienen que conformarse con un corto y una canción bastante por debajo a Johnny Fedora and Alice Bluebonnet.

El equipo de directores y animadores tenía que saber por fuerza dónde estaba lo mejor de la película, y puede que por eso lo dejaran para el final. Hay dos cortometrajes sensiblemente más largos que el resto en Melody Time, ambos centrados en figuras del folklore estadounidense, y de ellos, Pecos Bill eleva él solo la película con su hiperbólica recreación de la leyenda del cowboy criado por coyotes y que recorrió el Oeste llevando a cabo suficientes proezas para jubilar para siempre a todos los chistes sobre Chuck Norris. En Pecos Bill hay comedia, hay épica, hay animación espléndida… y hay una canción para la historia, otra de las injustamente olvidadas del canon disneyano por pertenecer a una época tan ignorada de los estudios.

Lin Manuel Miranda vendería su alma al diablo por componer algo la tercera parte de pegadizo que esta épica muestra de country hipervitaminado con la que Roy Rogers y sus Sons of the Pioneers serían capaces de convencerme hasta a mí de sacar a bailar a la tímida pero pecaminosamente sensual hija del granjero y dar golpes en el suelo con los pies. De dar palmas y pasar obediente bajo un túnel formado por las manos de las demás parejas del granero convertido en salón de baile. De escupir tabaco rítmicamente y marcar siete vacas con un hierro al rojo para que mugieran de dolor en impecable sincronía. Si con este largo repaso carente de sentido consigo que al menos tú descubras todo lo bueno que atesoran estas películas olvidadas de la Disney de los años 40, habrá merecido la pena.

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Con Cenicienta en el horizonte, ésta es mi última oportunidad para insistir en el gran error que es desestimar las Películas Paquete de los 40 en cualquier ámbito, pero el caso es que Las aventuras de Ichabod y el Sr. Sapo, concretamente las del primero, constatan lo especialmente criminal que es ignorarlas en el apartado musical. Voy a ser muy claro, mi querido amigo: si no existiera cierta canción posterior en otra película —y ya llegaremos—, The Headless Horseman, o El Sin Cabeza, sería mi canción favorita de TODO el espectro musical disneyano. Entero.

Mientras la mitad de la película dedicada a El viento en los sauces es mediocre en todos los aspectos, incluido el musical, La leyenda de Sleepy Hollow es superlativa. Centrémonos concretamente en la música. El mediometraje cuenta con tres canciones, compuestas por un equipo distinto al de los más habituales Churchill y Walcott —quienes se encargaron de los dos temas del Sr. Sapo— e interpretadas por Bing Crosby. Como mínimo son una absoluta delicia; tengo una enorme debilidad por esa carta de amor/odio que es Katrina. Y como máximo… tenemos una combinación rotundamente perfecta de exposición, humor y atmósfera, hermanada con una melodía imposiblemente carismática, infinitamente tarareable ya estés vaciando calabazas en octubre o fregando los platos en julio. The Headless Horseman, armada con el macabro sentido de la ironía de su relato de las correrías del Sin Cabeza y la energía de su música, representa el espíritu de la mejor versión de Halloween, el que acerca a los niños con timidez y fascinación a la línea del miedo y lleva a los adultos a evocar sin esfuerzo ese mismo rito de paso. Es la canción por cuya ausencia debería caérsele la cara de vergüenza a hasta la última versión del SingStar Disney.

Y si cantada por Crosby es ya excelente, ni siquiera un crooner cuya ubicuidad y leyenda es de alcance global ochenta años después de su pico de popularidad puede superar la milagrosa soltura, la desenfadada bravuconería, la socarrona virilidad, la campechanía cómplice del señor Germán Valdés, alias Tin Tán. En un ejemplo jurásico de famoseo en el doblaje, el comediante mexicano es el arma secreta del doblaje latino de la película, reemplazando la pompa melodiosa de Crosby por algo más espontáneo. Más cercano y eléctrico. Los papeles más famosos de Tin Tán para la Disney están aún por llegar en esta lista, en un momento en el que su voz ya habrá adquirido esa aspereza tan cálida por la que más se le identifica a este lado del Atlántico, pero su tour de force en Ichabod, como narrador y voz de los personajes tanto hablada como cantada, es su mejor doblaje, aunque sólo sea por un pelo. Es él, con su interpretación de El Sin Cabeza, quien eleva al tema de algo maravilloso a lo puramente inmortal.

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El fin de los años cuarenta marcó el regreso de Disney a los largometrajes propiamente dichos tras un lento y cauteloso proceso de recuperación económica. Cenicienta fue la gran apuesta, la producción que decidiría si el público estaba listo para volver en masa a ver un ambicioso cuento de hadas a veinticuatro fotogramas por segundo o si bien le daría a Walt la señal para cerrar definitivamente el kiosko y dedicarse a la ganadería trashumante. Replicando de forma consciente la plantilla de Blancanieves —pero con muchas variantes y novedades, fruto de la mayor experiencia de los artistas y de la inquietud creativa del propio Walt—, la presencia de canciones memorables y estratégicamente diseminadas por la trama era una condición innegociable. Adiós a las estrellas mediáticas como cabeza de cartel y a las tonadas que sólo encontraban su verdadero sentido una vez en boca de éstas; con Cenicienta volvieron las canciones elaboradas, confeccionadas a medida de los personajes y con la misión de darles tridimensionalidad o la oportunidad de sacar a relucir su potencial carismático. El pequeño asterisco aquí es que Walt Disney encargó tan crucial tarea a los chicos del Tin Pan Alley, la mafia de músicos que desde su base en Nueva York se escondían tras la mayor parte de los éxitos de la música popular del momento —incluyendo algunas de mis canciones predilectas de todos los tiempos— y artífices de las carreras de muchas de las superestrellas que habían cantado para las Películas Paquete. Con ellos, Walt se aseguró de insuflar a la producción de la película unos discretos cimientos de la certidumbre comercial de la que tan dependiente se había vuelto su estudio tras los continuos reveses económicos que siguieron a Blancanieves.

Cenicienta, quizá lo sepas ya, es mi película Disney favorita. Si me preguntas, nueve de cada diez días te responderé que mi película de animación favorita es Los increíbles, pero el décimo me asaltarán la duda y el recuerdo del rostro de Cenicienta. En la propia futura princesa intersectan de un modo u otro gran parte de los motivos de ello, que en su día expliqué, y no creo que sea casualidad que las dos canciones de la película que considero verdaderos tesoros —ninguna de las cuales fue la elegida por la Academia de Hollywood para brindarle al estudio su primera nominación en este campo desde Bambi— tengan en su mismo epicentro la compleja noción de felicidad en la vida de la sufrida heroína. A Dream Is a Wish Your Heart Makes ilustra de forma conmovedora su casi imparable capacidad de para encontrar pequeños destellos de alegría en su francamente miserable vida, pero mi favorita es So This Is Love, ese exquisito vals en el que subyace ese largamente pospuesto momento de dulce triunfo para Ceni, por primera vez premiada con un trocito de felicidad que no nace de su sistema de autodefensa psicológica. Es una melodía deliciosa con más bien poca letra, pero su sinceridad es suficiente para no sólo calentarle el corazón a ella, sino también emocionarme a mí.

Oh, cierto, el final de la historia: la película tuvo un gran éxito, Walt Disney no tuvo que cerrar su estudio y gracias a ello tuvimos Chicken Little.

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Acostumbrados al modelo de musical de férrea estructura que Disney ha practicado desde que Howard Ashman lo implementara en La sirenita a finales de los ochenta, el anárquico uso de las canciones en el homenaje de Walt Disney a Lewis Caroll —no se le puede llamar adaptación— puede sorprender. Hay muchas, muchísimas canciones, y no parecen responder a ningún tipo de plan maestro. En perspectiva, es perfectamente comprensible que Walt Disney, ante la opción de dar prioridad a Cenicienta, Peter Pan o esta Alicia en el país de las maravillas como su gran regreso a los largometrajes, optara por el proyecto que más abiertamente recordaba al que hasta el momento constituía su único éxito comercial propiamente dicho en el terreno de la animación —Blancanieves, o sea, su primera película, o sea, cuesta abajo a partir de ahí, o sea, una completa humillación—. En Cenicienta las canciones son pocas, elaboradas y claves en el desarrollo dramático de la historia, ergo esenciales en la definición de su estructura narrativa.

Nada de lo cual se aplica a las canciones de Alicia. Muchas apenas son el esbozo de un tema, saltan cuando menos te lo esperas y si tienen que desaparecer en treinta segundos una vez un personaje pasa frente a Alicia como un vendaval, lo harán. Otras tienen una función más convencional, como cuando nuestra prota —¡una de mis heroínas Disney favoritas!— le describe a su gata Diana su ideal de un mundo de fantasía. Y otra es el disparatado relato de cinco minutos, medio cantado y medio recitado, de una historia dentro de la historia contada por dos personajes agresivamente aleatorios; una fábula tan inconsecuente que ni siquiera Alicia sabe sacar de ella alguna lección útil —porque no es una ostra, entiéndela— antes de escabullirse y dejar a Tweedle Dee y Tweedle Dum arráncándose ya con otra anécdota musical doce veces más dadaísta.

The Walrus and the Carpenter —La morsa y el carpintero… ¡o el cuento de las ostras curiosas!— es una secuencia deliciosa que pone de relieve el don de Ward Kimball para dar vida a personajes extremos, de movimientos surrealistas y expresividad explosiva; pero si nos atenemos únicamente a la canción, firmada de nuevo por artistas traídos desde el Tin Pan Alley —Sammy Fain, currante habitual en bandas sonoras, es el co-autor de una de mis debilidades musicales— nos encontramos con una muestra perfecta de comedia radiofónica en la que los actores se lanzan a crear arquetipos cómicamente extremos con un uso experto de la voz y, en la versión original, masticando acentos de todo el espectro de clases británico. He aquí algo que se ha perdido con el paso de los años hasta llegar a un presente con una insoportable obsesión con lo verosímil, en el que el súmmum de la interpretación vocal cartoonesca es Josh Gad subiendo ligeramente el tono para doblar a un puñetero muñeco de nieve de dibujos animados.

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No habría justicia en este mundo si no afirmara aquí y ahora que la mejor canción de Peter Pan no suena por ningún lado en Peter Pan. Never Smile at a Crocodile fue suprimida en algún momento de la gestación de la película, pero sabemos lo buena que podría haber sido porque sobrevivió en forma de uno de los temas instrumentales más identificables en una banda sonora con un número inusual de temas instrumentales identificables. Por su nombre, ya habrás deducido que se trata de ese soniquete metronómico y deliciosamente siniestro que acompaña al cocodrilo cada vez que asoma para subir el nivel de comedia ya de por sí fantástico de Peter Pan.

Firmada por Frank Churchill, fue la última de una larga lista de canciones que cayeron por el camino en un proceso de producción que comenzó y se detuvo varias veces, pero la única que se escribió expresamente para la que sería la encarnación final de Peter Pan después de dos intentonas fallidas por parte de Walt de adaptar la obra de teatro/novela de J. M. Barrie a principios de los 40. Como era habitual en la Disney de entonces, Churchill fue el autor de las canciones de al menos uno de los dos intentos abortados, pero para los 50 lo habitual había pasado a ser la rotación de nombres en los créditos musicales, y la que habría sido su única contribución a la Peter Pan que hoy conocemos acabó desestimada. La pareja tras la mayoría de las canciones que sí pasaron el corte se componía de Sammy Fain, que repetía tras Alicia y el letrista Sammy Cahn, que estaba empezando a despuntar en ese momento y terminó convirtiéndose en un auténtico expendedor de clásicos, cuatro de ellos ganadores del Oscar a la mejor canción.

Aunque un par de nombres más contribuyeron a Peter Pan con alguna que otra canción suelta, mi favorita de las que sí pueden oírse en la película es de los Sammys. La mayoría de los temas de Peter Pan son expansivos y están llenos de fuerza, pero The Second Star to the Right no es de ésos.

Tampoco acompaña a ninguna escena memorable, sino que suena durante los créditos iniciales. Es una canción tan discreta que hasta hace no mucho tiempo, tengo que admitir, estaba convencido de que aquel sorprendentemente popular cover de Gisela que acompañó al estreno de la segunda parte de 2002 era un tema nuevo. Soy consciente de que ésta es una forma terrible de comenzar la defensa de cualquier cosa, pero me parece que esta anécdota habla más de lo patéticamente fácil que es confundirme cuando metes en mi música una mínima variable contemporánea que de las cualidades de la propia canción. Escuchando ahora esta Segunda Estrella, encuentro en su serenidad y en el sonido de esos coros añejos algo que me resulta emocionante y conmovedor y que me hace preferirla por encima de las demás propuestas musicales de Peter Pan. No es escaso mérito teniendo en cuenta que una de esas otras termina con un hombre abatido por un disparo en el momento culminante, y a eso es difícil resistirse. Las películas Disney actuales necesitan más hombres asesinados a sangre fría por demostrar una técnica musical por debajo de las expectativas.

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Oh, Peggy Lee. Si exceptuamos las maniobras abiertamente comerciales de las películas paquete de poner de cabeza de cartel a los más rutilantes astros de la música moderna, La dama y el vagabundo es la primera película Disney en la que una personalidad musical trasciende el material y busca el reconocimiento inmediato del público en lugar de camuflarse discretamente tras las necesidades de la película. Esto no es una crítica hacia Peggy Lee, quien sencillamente era la respuesta idónea a los planes de Walt para la película, ni tampoco hacia la propia película. Estaríamos locos si dijéramos que La dama y el vagabundo se resiente por la presencia del mediático nombre de Lee. La implicación de la cantante en la historia de autodescubrimento de una perrita bien —con sexo implícito muy incluído— va más allá de un simple nombre en una posición privilegiada de los créditos: interpreta a varios personajes y se pierde en ellos con distintas voces, como haría una actriz de doblaje profesional y anónima, cantando por boca de éstos canciones, además, coescritas por ella.

Décadas después, la insólita implicación de Peggy Lee en la producción volvió para moderle el culo al desdichado Michael Eisner. En 1988, el nuevo presiente de la Disney se estaba dando palmaditas en la espalda a sí mismo por la buena marcha del reciente negocio de las copias domésticas en VHS de aquel magnífico y muy rentable catálogo de películas que hasta entonces aquellos estúpidos de sus predecesores se habían limitado a reestrenar en cines cada seis o siete años por insondables motivos relacionados con el valor de las obras que a sus oídos no eran más que inexistente visión comercial. Estaba Eisner contando los billetes derivados del reciente estreno en vídeo de La dama y el Vagabundo, cuando, de la nada, se encontró con una demanda por parte de una muy litigiosa Peggy Lee, hambrienta de royalties derivados de la reexplotación comercial de sus canciones. En vez de resolver el asunto civilizadamente, Eisner se negó de la forma mas pública y ruidosa posible, lo que dio pie al primero de los muchos y muy mediáticos dramas legales que afrontaría durante sus dos décadas como CEO de la Walt Disney Company, la mayoría relacionados con no querer pagar cosas. Los tres años de pleitos dejan claro que Eisner subestimó las energías para el litigio que puede albergar el cuerpo de una mujer septuagenaria en silla de ruedas, y al terminar saliéndose la cantante con la suya en 1991, sentó un importantísimo precedente legal para el futuro del funcionamiento de los royalties musicales de la compañía, lo que incluye la normalización de contratos en los que aparecen términos como «la propiedad en todo el universo conocido».

Peggy Lee no iba desencaminada en sus exigencias. Su participación fue una pieza esencial en el triunfo de la película, especialmente el musical. Y pese a haber modulado su star power para integrarse orgánicamente en el tejido de La dama y el vagabundo, al menos una de las canciones sí se alimentaba descaradamente del nombre y la imagen de Lee, haciendo apropiado el uso del viejo tópico del «vehículo a medida de la estrella». Es precisamente mi favorita.

He’s a Tramp es el momento Gazelle de Peggy Lee, en el que la estrella aparece personificada en un personaje obviamente modelado a partir de sus manerismos —llamado Peg, además— y cuya función principal es entonar una canción completamente identificable con el estilo de la cantante antes de desvanecerse de la trama para no volver a salir. La gran diferencia es que a Peggy Lee le importaba dos mierdas que su personaje fuese una puta callejera que canta sobre lo enganchada que está a un sinvergüenza que no puede mantenerla dentro de los pantalones; y se entrega a ello de una forma inolvidable, haciendo el mejor uso posible de sus habilidades musicales más reconocibles para el público. Desde esos primeros what a doooog cargados de intención, de ya-sabes-de-lo-que-estoy-hablando-chica, la canción suena exactamente como tiene que sonar. A jazz barato, sexual, de club de barrios bajos. Al sucio glamour de los cigarrillos y la mala vida. Nada que puedas tan siquiera oler en el ultra reaganiano engendro en el que Disney Plus convirtió a la película con su infecto remake.

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A mediados de los 50, un Walt más cínico y empresarial, pero igualmente hambriento de nuevos horizontes, perdió cierto interés en los dibujos animados y empezó a distribuir sus huevos en más cestas. Con una visión inevitablemente alterada tras los aciagos 40, dio alas a una creciente producción cinematográfica en acción real y a pioneros contenidos para televisión, y como extravagante guinda del pastel, hizo realidad ese gran sueño de nombre Disneyland. Esta expansión definitiva que tuvo lugar a mediados de los 50 marca el momento en el que la productora de Walt Disney muta en el padre de todos los imperios mediáticos modernos, uno en el que las películas animadas dejaron de ser los cimientos económicos del estudio, la baza por la que éste podía vivir o no un día más, para convertirse en un lujo que podían permitirse. El primero de estos lujos hizo honor a su nombre. La bella durmiente se concibió como una fastuosa megaproducción con la que aprovechar al máximo las nuevas tecnologías de proyección cinematografíca con la que los estudios y las salas pretendían convencer a los acomodados ciudadanos de que por mucho que se compraran una de esas teles nuevas el dichoso trasto nunca iba a poder darles lo que una gloriosa pantalla de cine. Los artistas de la Disney se tomaron su tiempo para terminarla. Comenzaron a trabajar en ella poco después del arranque de la producción de La dama y el vagabundo, pero no llegó a los cines hasta cuatro largos años después.

No es éste el momento de hablar de la elegancia extraordinaria de los diseños de Marc Davis o de la apabullante belleza de los entornos ilustrados por Eyvind Earle, sino de la otra pata de la tríada de elementos que convierten a La bella durmiente, si bien no en la mejor película de animación de todos los tiempos, sí en la Capilla Sixtina del medio: el ballet con el que hacia 1889 Pyotr Ilych Tchaikovsky adaptó el cuento original de Charles Perrault. No siempre fue éste el plan. Estaba previsto que Sammy Fain, a estas alturas colaborador de confianza tras dar melodía a la mayoría de canciones en Alicia y Peter Pan, volviese a hacer su magia con La bella durmiente hasta que Walt, en una decisión de última hora, le reemplazó por un competidor más bien imbatible.

Aparte del susodicho competidor, esta es la película en la que entra en escena la figura de George Bruns, el compositor que dio al score instrumental de todos los estrenos animados de la Disney desde 1959 hasta 1973 un sonido inconfundible y unitario, tan representativo de esta era como el estilo visual derivado del uso de la Xerox. Sin embargo, en esta primera ocasión se limitó a hacer las veces de arreglista, adaptando con gran pericia las piezas más reconocibles del ballet de Tchaikovsky y orquestando las instrumentación de las canciones… de entre las cuales elegir una favorita viene con truco, evidentemente. El uso de una celebérrima composición clásica como base musical es uno de los varios aspectos que hacen de La bella durmiente una rara avis dentro del canon Disney, y desde luego es algo a mencionar al cantar los parabienes de, por ejemplo, I Wonder.

Todos sabemos lo mucho que esta maravilla, al igual que la aún más querida Once Upon a Dream, debe al compositor ruso más famoso de la historia de la música. Sin embargo, la estupenda adaptación de George Bruns de la pieza, con un muy sacrílego pero ingeniosamente integrado uso del mickeymousing, no carece de mérito; mientras que Mary Costa eleva la sencilla letra con su impecable timbre de soprano. Los ecos de Blancanieves son intensos en estos momentos en los que el canto de Aurora se convierte en una llamada para los animalitos de los alrededores, pero eso no hace más que enfatizar las diferencias entre ambas películas y personajes. Camuflando por completo su acento de Tennessee, Costa aporta a Aurora una grácil sofisticación lejos del carácter infantil e ingenuo con el que Adriana Caselotti dio voz y gorgoritos a Blancanieves al cantarle al pozo; y lo hace de un modo tan impecable que supera el hándicap de los escasos diálogos con los que cuenta Aurora y le otorga una de las mejores interpretaciones oídas en una heroína Disney.

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Vas a permitirme que me ahorre el suspense. La incomparable Cruella de Vil es una de las mejores canciones de toda la historia de la Disney, y evidentemente es la mejor de 101 dálmatas.

Claro que tampoco es como para mandar a Kanine Krunchies al fondo de un ranking exhaustivo de todas las canciones aparecidas en hasta la ultima película Disney, como hizo uno que leí hace unos años. Dadle un respiro, cumple su función como réplica bastante precisa de los jingles publicitarios que de pronto, con la popularización de la televisión entre la clase media a mediados de los 50, se convirtieron en una parte de la cultura estadounidense tan incuestionable como las tortitas con sirope o mandar a una hija díscola a una clínica abortista fuera del estado.

Pero no hay comparación posible. Hay muchas cosas inusuales con esta genialidad, con esta muestra imbatible de canción de villano que es Cruella de Vil. En primer lugar, tiene cierta gracia que una de las canciones de todo el canon Disney que más ha trascendido aparezca en la primera película animada de los estudios que no es un musical. Por primera vez, las pocas —poquísimas— canciones de la película no dan pie a la clásica ruptura con la realidad que se le presupone a los números de un musical, sino que forman parte de la realidad interna de la película. Lo que viene a ser un uso intradiegético de la música, por hablar propiamente.

En segundo lugar, el tema estrella de 101 Dálmatas no cuadra con lo que hemos llegado a entender como «canción de villano» con el paso del tiempo. No es la canción en primera persona de un maloso que se regodea en sus malvados planes, y es de agradecer. El estilo más casual de regodeo de Cruella, en camisón, rulos y fumando en su cama, es mucho más satisfactorio. Y en tercer lugar, resulta que esto es una canción que técnicamente sólo llegamos a conocer en formato borrador. Qué prodigio que algo tan singular, tan sencillo, sea tan inmediatamente genial. Qué inaudito convertir algo tan en los huesos en un tema instantáneamente reconocible por cualquiera, en algo tan carismático y magnífico que no se ve afectado por la casi total carencia de producción. He aquí la prueba de que estamos ante uno de esos casos a lo doctor Extraño informando de que ha consultado diez millones de futuros y sólo ganamos en uno, un gran ejemplo de lo que esquivamos por un pelo de Dormammu.

Cruella de Vil es la improbable combinación perfecta del mínimo de ingredientes. Es tan sólo Roger, el maravilloso Roger, casado con la también maravillosa Anita —mi pareja Disney favorita, la que yo aspiraría a recrear, yo soy Roger en un test de personajes Disney que no voy a hacer—, usando su viejo piano y dando golpes en el suelo de su desván mientras canta su socarrón retrato robot de una maldita bruja robaperros, con un instinto para los arreglos que se resume estrictamente en escoger lo que más pueda molestar desde allí arriba. Su compromiso con su arte es tal que no le importa exponerse a una costosa demanda por difamación una vez la canción se convierte en un éxito, y esto es digno del mayor de los respetos.

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El bautismo de los legendarios hermanos Sherman en este viaje por la historia de la música de los Walt Disney Animation Studios es… discreto.  Nadie escogería Merlín el Encantador como su caballo ganador si hablamos de poderío musical, y en este caso yo no voy a romper la tónica. Es una película no demasiado interesada en el componente musical, pero a diferencia de 101 dálmatas, da la impresión de querer convencernos de lo contrario, por lo que lo poco elaborado de sus canciones se deja sentir para mal.

La flojera musical de Merlín, en todo caso, no debería ser testimonio de un presunto desinterés creciente por la música dentro de los confines del reino Disney hacia principios de los 60, ni tampoco una mancha tan fea en el historial de los dos compositores. El cambio de década alcanzó a una Disney en la que el cine animado, cada vez más y más, se iba convirtiendo en uno de tantos activos comerciales de este primer caso de imperio mediático. Como expliqué cuando La bella durmiente, una maquinaria cada vez mayor de cine de acción real, un extravagante parque de atracciones en California y la conquista de la televisión ocupaban el tiempo de un Walt cada vez más cómodo en su rol de empresario napoleónico. Y todas estas nuevas aventuras empresariales necesitaban música, mucha música. Robert y Richard Sherman entraron en la Disney para llenar de canciones las películas de Anette Funicello y las atracciones de Disneyland, y en 1963 se volcaron en su primer proyecto de clase A para el estudio, el que en justicia debería considerarse su auténtico debut en la Disney por lo relevante de la película para el futuro del estudio y lo significativo que era para el propio Walt: Mary Poppins. Pocas películas en los últimos años habían absorbido tantos recursos de esta nueva Disney, cada vez menos dependiente del cine para su salud comercial y ubicuidad popular, como el megamusical basado en los libros de P. L Travers.

Mary Poppins no se estrenó hasta 1964, pero es fácil imaginar todos los esfuerzos de los Sherman completamente volcados en su enorme banda sonora y dedicando a Merlín el tiempo justo. Humilde película puesta en marcha casi por pura emergencia tras venirse abajo un proyecto mucho más ambicioso —una lujosa adaptación animada del Chantecleer de Edmond Rostand que se habría adelantado treinta años a Howard Ashman en su idea del musical animado de dimensiones broadwayanas—, en Merlín todo se siente pequeño y anecdótico, y eso incluye al puñado de canciones diseminadas por la película. Me quedo sin demasiado entusiasmo con Higitus Figitus, que desde el propio título parece intentar recrear el impacto pupular de Bibbidi-Bobbidi-Boo sin mucho éxito.

Desde luego me parece la canción con más miga de la película, y —aquí ya sí voy a verter más entusiasmo— George Bruns se sale con su arreglo instrumental para la suite de los créditos y la escena de las fregonas vivientes. La fiebre por los ritmos latinos en la música popular de principios de los 60 se deja ver en toda su gloria en esta pequeña muestra de genialidad en la que a uno se le van los pies como a Jack Lemmon escurriendo pasta con una raqueta.

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He aquí, puntual para el final de la primera de las tres partes de esta megaentrada, la resolución al gran misterio que empecé a anticipar en la sección dedicada a Sleepy Hollow: mi canción Disney favorita es I Wanna Be Like You.

Después de La dama y el vagabundo, El libro de la selva es la segunda parada importante en el camino que llevó a la consolidación, en Aladdin, de un modelo de cine animado moldeado alrededor de la presencia de estrellas reconocibles dando voz a los personajes. No sé si hace falta aclarar que nadie canta en El libro de las Tierras Vírgenes de Rudyard Kipling, pero una de las primeras cosas que Walt Disney decidió sobre su adaptación animada una vez concluyó con gran sensibilidad que la novela era deprimente fue planear la inclusión muchas y muy vistosas canciones que presidirían el ritmo de la historia. Como prolongación natural de esa decisión, Walt reunió para dar voz —y aspecto, y carácter, y movimientos— a los personajes un reparto de personalidades que atrayesen la atención del espectador sobre sí mismas, especialmente durante esas canciones. Phil Harris se había convertido en una superestrella de la radio en los años 40 gracias a sus colaboraciones con Jack Benny, y para los sesenta también su rostro se había hecho popular gracias a sus apariciones televisivas. Siendo Harris un experto en combinar música y comedia de voz enormemente identificable, no se me ocurre mayor declaración de intenciones por parte de Walt que darle a Baloo la voz de barítono del comediante. El excelso George Sanders, con sus exquisitos y muy identificables manerismos de villano británico y un muy merecido Oscar bajo el brazo, sería Shere Khan, en mi interpretación favorita de la película. Y quizá más famoso y querido aún era Louis Prima, el imprescindible todoterreno del swing italoamericano,  quien entró a prestar su inconfundible voz y estilo de silabeo musical al Rey Louie durante un momento difícil de su carrera, visiblemente tocada después de su ruptura artística y romántica con la excelsa Keely Smith.

Los sinsabores del estreno en la Disney animada de los imprescindibles Sherman, en Merlín, quedan completamente perdonados gracias a esta segunda intentona, porque qué intentona. La media musical de El libro de la selva, firmada por los hermanos a continuación de su triunfo en Mary Poppins, es disparatadamente alta, y I Wanna Be Like You reina sobre todas las demás canciones. En ella, un anárquico Louis Prima brilla cantando, hablando, fraseando y recreándose en esos balbuceos a lo scat talking tan suyos, haciendo imposible disociar al rey de los monos de su persona. Cuando Baloo entra en escena con el disfraz de mona menos esforzado jamás visto, Phil Harris se une a él en un glorioso intercambio de scat que nadie podría decir que se grabó con cada actor por separado. Pero si sólo fuera por Prima y Harris, el tema no sobreviviría al trasvase idiomático, y no es el caso. No sólo por el grandísimo trabajo de Flavio y Tin Tán en la versión latinoamericana —el uno como el rey Louie, el otro como Baloo, fichajes famosos en línea con la versión original—, sino por la energía del propio tema, por su arreglos inmediatamente reconocibles, por ese variadísimo sonido que va desde ese primer fondo rítmico al adentrarnos en las ruinas habitadas por los monos hasta la explosión jazzística a lo Nueva Orleans del final. Se cuenta que Prima se llevó al estudio nada menos que a Sam Butera y a toda la banda de éste para encargarse de la instrumentación, aunque lo que podemos oír en la película son unos arreglos firmados a última hora por George Bruns, el compositor de cabecera de la Disney por aquel entonces. El día que se haga pública la versión de Prima y Butera habrá que declarar fiesta nacional.

Pese a todo, la canción, tal y como nos ha llegado, ya es más de lo que merecemos. La melodía es inolvidable, la letra también, y una vez más, agradezco y admiro la ausencia de pretensiones tanto en lo temático como en lo puramente musical. Es una canción que se pone como objetivo ser una gozada al oído, y lo es. Extremadamente divertida, extremadamente rítmica, extremadamente perfecta.

***

Aquí concluye la primera de las tres entradas de las que se compone nuestro recorrido musical, separadas estratégicamente por dos momentos esenciales de la historia del estudio que, además, dejan bastante bien distribuidas las películas. Este primer corte lo marca, por supuesto, la muerte de Walt. Técnicamente el tabaco se lo llevó por delante antes de que se completase la producción de El libro de la selva, pero yo soy de los que defienden el consenso de que ésta es la última película personalmente supervisada por él. Aunque ésta es una historia para otro día. Por el momento, vamos con el siguiente capítulo.

2 comentarios en “Walt Disney Animation Studios: mis canciones favoritas (I)

  1. Estaba segura de que ya había comentado antes alguna vez en este blog; veo que no es así…Bueno, hay una primera vez para todo…

    Ante todo, sr. Roselló, gracias por su elaborada serie y enhorabuena por su blog. Siempre digo que yo debería haber hecho uno, pero no ha sido así por dos razones básicas: falta de tiempo y falta de dinero.

    A continuación, como dijo Jack el Destripador, vamos por partes.

    Blancanieves es una película que hoy es fácil que no guste. Es antigua, es machirula, es amarillenta, tiene una protagonista relamida, es acartonadita, es vintage. Pero, al César lo que es del César. La película tiene un valor histórico, casi, casi, arqueológico innegable. Fue el primer largometraje de animación en color (aunque algunos atribuyen ese mérito a Las Aventuras del Príncipe Ahmed, de Lotte Reininger), y los logros técnicos que lo permitieron (cámara multiplano, rotoscopia…), fueron notables. Hasta entonces, como decía un personaje de Los Simpson, los dibujos animados se limitaban en gran medida a ser ratoncitos tocando el ukelele. Y yo creo que se mantiene hoy en día porque algunas de las escenas, quizá para compensar el exceso de ñoñería de otras, son realmente aterradoras. Lo siguen siendo ochenta años después. Otro tanto puede decirse de Pinocho, cuya historia original, como en el caso de Blancanieves, no fue concebida como un libro infantil. Carlo Collodi la publicó en un principio como folletín semanal de temática satírica en un periódico italiano, y hay que decir que Pinocho acababa malamente como castigo por su mala cabeza y sus tonterías. Sin embargo, el éxito inesperado de la historia entre los más pequeños, le llevó a expandirla con nuevos capítulos que tenían un carácter más didáctico y más acorde con lo que se consideraba en aquella época adecuado para el público infantil. Se nos olvida a menudo, al tratar estas películas, que las historias en que se basaban, en gran medida, no estaban destinadas a los niños. Perrault no escribe para los niños, sino que se hace eco de las tradiciones orales de su tiempo y las pone en una forma que él consideraba apta para que la leyera la nobleza de por aquel entonces. Madame Barbot de Villeneuve y Madame Le Prince ya piensan en adolescentes. Con los Hermanos Grimm y Hans Christian Andersen ya se empieza a pensar en los niños, pero lo que entonces se consideraba material infantil se parece poco a lo que hoy se considera adecuado para los más pequeños de la casa (la folclorística del siglo XIX concedía un valor especial a los cuentos de hadas, considerándolos los más antiguos y valiosos). Y lo que se esperaba tenían que aprender entonces los niños tampoco concordaba mucho con lo que se espera que aprendan hoy (básicamente, pedirles a sus papás que les compren el último videojuego de tal franquicia de éxito; a día de hoy, como dijo Martin Scorsese, nos movemos en una dinámica en que gran parte del cine de entretenimiento y de orientación familiar, se ha convertido en una suerte de parque temático). Y los cuentos recopilados por Afanásiev, desde luego, tienen material no sólo bien poco familiar, sino que hoy se consideraría políticamente incorrecto (entre otras cosas, se satiriza la corrupción de la Iglesia, se critica la hipocresía del orden social y no faltan ejemplos de misoginia, machismo y violencia doméstica).

    ¿Cenicienta su favorita..? Qué extraño (ya detallaré cuál es la mía, y por qué, cuando lleguemos a ella). Siempre me pareció de las películas «clásicas» de Disney más flojas en todos los aspectos. Hasta en el físico de la prota, que parece una suerte de hermana pequeña de la Katrina del corto de Sleepy Hollow (que, por cierto, he revisitado gracias a esta entrada).

     Sí, señor Roselló, he leído su detallado análisis de por qué esta princesa y esta película son de sus favoritas, y esta es de las pocas veces en que no estoy de acuerdo con usted. Hasta el remake de Kenneth Branagh me parece mejor, y debe de ser el único, porque todos los demás que lleva hechos hasta la fecha la casa del ratón son  casi todos para llorar de feos y de malos y de mal hechos (de entrada: son películas que no se tenían que haber hecho, porque no se han hecho por las razones adecuadas; se han hecho únicamente como producto explotativo para generar merchandising y dividendos). Pero todo en la Cenicienta de Disney me parece muy soso, y almibarado, y culebronero… Incluso, de no ser por que la película de Ernest Marischka es posterior, diría que el Príncipe (el más soso, sin duda, en una galería de príncipes con poca chicha y menos limoná) es calcado del Francisco José de las películas de Sissi. Si tuviera que quedarme con una adaptación cinematográfica de Cenicienta, sería con La zapatilla de cristal, un lujoso musical en technicolor que (al César lo que es del César) llegó cinco años después de la película de Disney, y sin cuyo éxito seguramente no hubiera sido posible. A muchos de los elementos clásicos del cuento se les ha dado la vuelta para contar una historia que, sin embargo, es fiel al espíritu de las historias originales recogidas por Perrault, los hermanos Grimm o Afanásiev (tuvo que haber muchas chicas que vivieron situaciones como las que ahí se describen, y seguro que aún tiene que haberlas, sobre todo en según qué países). Cenicienta (interpretada por una Leslie Caron en estado de gracia) es una chica feúcha y disfuncional, hasta un poco chicazo, que se comporta como cabe esperar que lo haría una adolescente inadaptada de una familia disfuncional. Nada que ver con la típica frágil princesita. No ve al Príncipe (aquí, un gran duque) en el baile por primera vez, sino que ya le había visto (y se había medio enamorado de él) antes, y creyéndole, no un noble, sino un sirviente, como ella (aunque de estatus superior). El Gran Duque (Michael Wilding) es un poco soso y desdibujado como personaje, como suele pasar, pero me gusta de él el hecho de que se enamore de Ella no por ser muy guapa, muy buena o muy fina, sino porque es la única persona que le dice la verdad, que le aprecia por sí mismo y no por su posición social. Hoy en día es un clásico menor y un tanto olvidado (al igual que Las zapatillas rojas, que recupera otro cuento clásico en clave ballet-musical), pero que creo que merecería la pena recuperar.

    Alicia en el País de las Maravillas es esa clase de película que no suele aparecer en los ránkings de favoritos de clásicos Disney, pero que, cuando echas la vista atrás, te sorprendes de ver la estima en que la tienes. Y es así: cuando pienso en mis clásicos Disney favoritos, no me viene Alicia a la cabeza, pero al repasarlos, me doy cuenta de que es de esas que tienen un lugar especial, y lo tienen por méritos propios más que por una cuestión afectiva («es la primera peli que me llevaron a ver al cine de pequeño», «conocí a mi novia en el cine cuando la fui a ver», «la veía con mis primitos…», etc, etc.).  Y éso que Alicia es una película bien rara, y aún contando con el hecho de que en la casa del ratón hayan hecho lo posible por despojarla, consciente o inconscientemente, de aquellos elementos de sátira social que tenía la novela original de Lewis Carroll para dejarla simplemente en una historia fantástica más, más para niños porque su protagonista es una niña que realmente por otra cosa (sorprende cuán pocos clásicos Disney están protagonizados por niños, a pesar de que son películas que supuestamente se dirigen a este público, y cuán pocas historias realmente infantiles tienen en catálogo -de verdad ¿a qué niño le interesa ver una historia de mayores que se enamoran y se casan…?-). Un poco igual que hicieron con Pinocho, que en sus orígenes, tampoco era una historia para niños. La novela original de  Carlo Collodi (como ya queda dicho) era una sátira destinada a adultos y contenía dosis notables de sadismo y crueldad, que, sin embargo, se han conservado en gran medida en la película producida por Disney (miedo me da el live-action que está en camino); entre otras cosas, es de las pocas películas clásicas de Disney en la que el villano se escapa y no es castigado al final por sus malas acciones (está bien enseñar a los niños que, en la vida real, los buenos no ganan siempre, y de hecho, los malos ganan a menudo). Alicia tiene un cierto componente casi subversivo: como la Celia de Elena Fortún se cuestiona el mundo de las personas mayores, sus convencionalismos y su supuesto orden (resulta cuanto menos llamativo que una película así se hiciera en una época tan conservadora como los años 50). Hay un elemento de nihilismo entre dadá y surrealista a lo largo de toda la película que casi parece anticiparse al punk (¡ése «lindo, lindo, parpadeo» debería estar en una antología de canciones dadaístas!). Las aventuras de Alicia en ese mundo disparatado que no es como el de las personas mayores no llevan a ninguna parte, ni parece que ninguno de los estrafalarios personajes que la niña encuentra en su peculiar viaje tengan ningún objetivo u obedezcan a algún propósito concreto (creo que esta película se hizo en los años posteriores a aquel experimento Dalí-Disney que luego se vendió como el cortometraje Destino; me pregunto si la relación entre el tito Walt y el excéntrico artista ampurdanés se extendió a más que esa sola pieza). Alicia además es casi el reverso de la siguiente protagonista de un largometraje Disney, Wendy, del mismo modo en que Alicia en el País de las Maravillas  y Peter Pan son a primera vista películas muy parecidas, pero en realidad, muy diferentes. Es cierto que físicamente son casi calcadas, pareciendo Wendy casi un reciclaje de Alicia pero con pelo y traje diferentes. Pero en espíritu no pueden ser más distintas: Wendy es la repelente niña buena, la madrecita relamida, la niña que está dispuesta a madurar tras sus aventuras en Nunca Jamás para incorporarse al mundo aburrido y pedestre de los mayores. Tanto Wendy como sus desagradables hermanos y el propio y chulesco Peter Pan son personajes que, ya cuando era yo pequeña, me resultaban profundamente antipáticos. El rollo Peter Pan de no hacerse mayor consiste básicamente en ser un irresponsable toda la vida y hacer cosas chulis que los mayores no hacen o no se atreven a hacer -como decir que quieres matar indios-, o hacer cosas de mayores simplemente porque no te las dejan hacer de pequeño pero sin considerar si realmente son divertidas más allá de su aureola prohibida -como fumar- (todo ello mayormente si se es un chico, claro, las chicas no bailan sino que cortan mucha leña, como se encarga una vieja india de recordar al desprevenido espectador) . Pero en última instancia, Wendy, la nena buena, la mujercita, la madrecita, pasa por el aro para hacerse mayor tras la aventura en Nunca Jamás que tiene mucho de rito de paso, y que en el caso de una chica de su época y clase social, pasa por cuidar a otros. Casarse. Ser una buena madre, ser una buena esposa. Lo único realmente subversivo en Peter Pan, una historia que cuenta cómo un adulto cree que sería un mundo de fantasía ideado por niños, frente al mundo abiertamente disparatado donde se mueve Alicia (aclaro que, a diferencia de las historias de Collodi y Lewis Carroll, nunca he leído el cuento original de James Barrie), es el personaje del hada Campanilla, esa pin-up rebelde de tamaño de bolsillo, esa suerte de Pepito Grillo a la inversa vestida como una intérprete de burlesque, que de nuevo nos recuerda que este mundo supuestamente infantil en que nos movemos, igual no lo es tanto. Lo más divertido  de  Peter Pan son las cosas de mayores, la deliciosa  canción de los piratas, que describe de modo idealizado la vida filibustera, en irónico contraste con la realidad de la tripulación del barco, y cuyo reprise acaba de manera abrupta al acabar  su intérprete en el fondo de la bahía cantándole a  los peces, y las rabietas de ese Capitán Garfio con mostachos de punta y chorreras, al que el insultante niñato se empeña en hacer la puñeta (en las representaciones teatrales del cuento, por cierto,  es tradición que sea un mismo actor el que interprete a Garfio y al padre de Wendy).Alicia, en cambio, se cuestiona el mundo de los mayores, y aunque a menudo desconcertada en su mundo de ensueños (es notable el hecho de que esta sea de las pocas películas Disney clásicas con un «framing device», una historia dentro de otra historia, en este caso, un sueño),  sigue sin aceptar ese mundo que pasa por estudiar lecciones de historia y ser una señorita linda y educada como su hermana Ana (lo que significa reprimir cualquier atisbo de personalidad y ser lo más convencional y predecible posible). Al final de la historia, Alicia está exactamente igual que al principio. Su resistencia al mundo de los mayores es su resistencia, al contrario que en el caso de Peter Pan, a no perder la inocencia, no perder la capacidad de maravillarse, que es lo primero que se pierde cuando uno se hace mayor. Alicia, a diferencia de los protagonistas de Peter Pan, no quiere hacerse mayor para tirarse toda la vida haciendo el ganso, sino porque no entiende el mundo de los adultos. Ah, y además, en vez de tener perro como Wendy, tiene gato, lo que para mí la hace subir enteros. Ahí es nada.

    Sobre La bella durmiente es difícil ser imparcial. En mi caso, es la primera película que me llevaron a ver al cine siendo muy pequeñita (en una reposición, supongo: me pregunto por qué ya nunca se hacen reposiciones de películas clásicas en los cines). E independientemente de ello, es una de las grandes obras maestras del estudio de todos los tiempos. Es evidente que su estética quiere inspirarse en los libros iluminados medievales, pero más bien anticipa elementos de los estilizados diseños de los años 60. La calidad de la animación es soberbia. Maléfica (¡qué daño le han hecho las estúpidas películas protagonizadas por Angelina Jolie! ¡qué incompresible es esta moda idiota de ahora de desmitificar a grandes personajes, especialmente a villanos, convirtiéndoles en simples mindundis que se han vuelto malos porque la vida les ha tratado mal!) es una de las grandes villanas de todos los clásicos Disney, y quizá simplemente, de toda la historia del cine. Es maligna y magnífica, como su nombre indica. Aurora es quizá la más bella y estilosa de todas las princesas. Incluso parece adelantada a su tiempo; con su voluptuosa melena rubia y estilizada silueta, parece anticiparse a actrices como Kim Basinger. Lástima que sea también una de las que menos trasfondo tienen y se pase gran parte de la película en brazos de Morfeo. Al menos, se hace que haya conocido (bien que brevemente) al Príncipe Felipe antes de ser desencantada por éste, en lugar de hacer que sea abusada durante su sueño por un perfecto desconocido. En compensación, al Príncipe se le dota de más carácter, personalidad y peso en la trama. Creo que es la primera vez que a un príncipe Disney se le dota de nombre propio en una de las películas, y aquí es casi, casi, un precursor de esos héroes de acción de los setenta y ochenta. En lugar de limitarse a besar princesas y participar en bailes, caza por el bosque, asalta castillos malignos y pelea contra dragones. Casi nada. Bien es verdad que también recibe bastante ayuda de las hadas buenas. Unas hadas singularmente torpes que con frecuencia incluso se están peleando entre ellas (si es que en esta película, los malos molan mucho más que los buenos).

    No estoy, en cambio, muy a bien con la decisión de utilizar el ballet homónimo de Tchaikovsky como banda sonora (y aclaro que yo siempre he sido de música clásica aunque en los últimos tiempos me ha dado por el rock progresivo). En momentos secundarios o escenas de acción funciona bien, pero la decisión de convertir el famoso vals en la canción titular de la película siempre me ha chirriado un poco. No se bailaban valses en la Edad Media (si no recuerdo mal, el siglo XIV, creo que también es la primera vez que se cita una fecha concreta en una película Disney): era un baile que empezaron bailando los campesinos del sur de Alemania en el siglo XVII, y sólo a finales del siglo XVIII se empezó a convertir en un baile fino de salón. El resultado es, encima, terriblemente almibarado. Me hace pensar en esos horripilantes discos pastiche de temática clasicista que sacaba Luis Cobos en los 80 y que se vendían tan bien: que si Capriccio Ruso, que si Tempo d’Italia y demás tontunas. Si he de quedarme con un momento musical, elegiré dos: la divertidísima escena en que los padres (¡también es la primera vez que una princesa Disney tiene madre, y una de las pocas!) de los chicos se emborrachan, se pelean y hacen las paces, y el que más pimpla es un paje que está con ellos (hoy dirían que es una escena vergonzosa y que impulsa a los niños al consumo de alcohol: hoy, que no se puede anunciar vino por la tele pero que tenemos alcohólicos de trece años), y aquella otra, casi casi de película de terror, en que Maléfica hipnotiza a Aurora para que suba a la torre. Pocas veces la música y las imágenes han estado en mayor armonía.

    Merlín no es de esas películas memorables. Es toda ella un poco méh. Se nota que no era la primera opción y que se hizo un poco para cubrir el expediente. Con todo, para mí es especial. Primero, le tengo cariño por ser una de las primeras películas que vi en uno de los últimos cines de barrio que quedaba donde yo vivía, y que cerró sus puertas como cine poco antes de la pandemia. Da mucha pena ver cómo todo lo que era el ritual de ir al cine el viernes por la tarde o el sábado por la noche (igual que el que tenían los burgueses del siglo XIX para ir a la ópera, o, sin ir más lejos, el que nosotros teníamos en los años 80 y primeros 90 para ir al videoclub) ha desaparecido, igual que los propios cines. Ahora todo es streaming, plataformas y mierdas de ésas. Segundo, porque tiene unos protagonistas un poco atípicos: Merlín, un viejo gruñón (lo que no le impide marcarse algunos bailecitos y canciones bastante movidos y sorprendentes) y no siempre simpático (al igual que su compañero Arquímedes, uno de los pocos animalitos parlantes de la casa del ratón a los que no te da gana de fostiar) que de pronto desaparece dejando tirado a Wart (Grillo, en la versión española) cuando parece que más le necesita; el propio Arturo/Wart/Grillo, que es uno de los pocos protagonistas infantiles de las películas Disney y que en modo alguno da el perfil de héroe. Es un chico torpe en todos los sentidos, apocado, feúcho y desamparado. Una suerte de Cenicienta masculina y preadolescente. Tercero, me parece encantadora (más que el propio Merlín) la idea central que intenta transmitir la película, y de forma que los niños la entiendan, y anticipándose en bastantes años a La bella y la bestia: que la inteligencia y la cultura son importantes, que educarse merece la pena, aunque en ese momento no sepamos para qué, y que vale más saber y tener  maña que fuerza bruta. No siempre ganan los fuertes (aunque en la vida real, por desgracia, sea a menudo así), y cuando esto sucede, es importante tener formación para saber qué hacer y cómo. No quiero ni imaginarme cómo le habría ido al pobre reino teniendo como dirigente al bruto de Kay. Hay que tener en cuenta, de todas formas, que es una historia destinada principalmente a los más peques de la casa, y en consecuencia, los aspectos más ominosos o sombríos de la leyenda del rey Arturo y el mago Merlín se han dejado fuera.

    Por el momento nada más, señor Roselló, es un placer leerle, como siempre. Perdón por el ladrillo que le dejo: quedo esperando con interés el resto de las entradas de esta serie.

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