Walt Disney Animation Studios: mis canciones favoritas (II)

Me pregunto, mi querido remedo de Eliza Doolitle, si serás un poco más sabio y reflexivo después de haber pasado por la primera parte de mi listado de canciones favoritas del Disney animado. Si después de un breve momento de visible introspección respondes que sí, pensaré que esto realmente está mereciendo la pena y retomaré la segunda parte que aquí comienza con brío y energías renovadas. Y si la respuesta es no, descubrirás que esto es el peor libro de Elige tu Propia Aventura de tu vida, uno en el que se lee claramente que tanto para aventurarte por la mazmorra como para acobardarte y volver a tu casa tienes que ir a la página 34. Además, ¿por qué querrías abortar la misión en este punto? ¿No quieres unirte a mí en las alturas, a la élite intelectual que ha aprendido a disfrutar con mirada adulta de estas películas tan maltratadas por la cultura popular, el público e incluso su propia compañía propietaria?

Y puestos a revalorizar estas películas, ¿por qué no revalorizar el mismo concepto de la mirada adulta? Porque creo que se tiene una noción muy infantil de lo que es tener una noción adulta de una película Disney, si se me permite el batiburrillo gramatical. Me explicaré de otro modo: en el caso estadísticamente poco probable de que te encuentres con alguien que se ponga a hablar sin venir a cuento de cómo su supuesta mirada adulta le ha llevado a descubrir cosas que antes se le habían pasado por alto de, pongamos, El libro de la selva, el listado de dichas cosas sería casi con toda seguridad algo similar a esto:

      • La letra de Lo más vital es una apología del consumo de drogas.
      • En la primera escena de Kaa aparece un árbol de aspecto fálico.
      • La relación entre Baloo y Bagheera está secretamente codificada como gay.
      • El paso de los elefantes es claramente idéntico al de los nazis.
      • Etc.

Parece una lista escrita por un adolescente que ha visto demasiados programas de Cuarto Milenio y terminará provocando una masacre en su instituto para resolver sus carencias afectivas. Más o menos ahí se detiene el desarrollo analítico del personal: llegas los catorce años, crees que el colmo de la madurez y sofisticación al hablar de Los rescatadores es mencionar la tía en tetas que se ve durante un fotograma en la ventana de un rascacielos y cuando te quieres dar cuenta tienes treinta, cuarenta, cincuenta años y sigues con el discurso más o menos en el mismo punto. Por eso hace tiempo que dejé de ilusionarme —y decepcionarme— cuando alguien de mi edad saca a colación el tema de las películas Disney con una gran declaración al estilo de «¡de pequeños no nos dábamos cuenta de todo lo que hay en las películas Disney!» y empecé a vomitar mis propias ideas al respecto en esta fantástica isla desierta que es The R Lounge.

Mis ideas al respecto ahora mismo se canalizan a través de la música de las películas, y ha llegado el momento de retomar el asunto tras la pausa veraniega, oportunamente situada en ese momento bisagra que siguió a la muerte de Walt y al estreno de El libro de la selva. En esta segunda entrada, que, como la anterior, irá creciendo paulatinamente película a película, iremos del caos corporativo y los sinsabores de los 70 hasta llegar al caos corporativo y los sinsabores de los 2000, separados por el volantazo a la izquierda de los turbulentos 80 y el espectacular resurgir de los 90. Habrá canciones buenas y canciones muy, muy malas. Estás avisado.

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Terry Gilkynson debió relamirse de gusto al ver a los hermanos Sherman recibir finalmente un poco de su propia y dolorosa medicina. El pobre Gylkinson vio cómo Walt Disney remplazó una a una todas sus canciones escritas para El libro de la Selva por composición de los Sherman con la excepción de una única superviviente, The Bare Necessities. Durante la producción de Los Aristogatos, con Walt ya criando malvas, alguien decidió que el número compuesto por los Sherman para el momento culminante de la película no estaba a la altura y fue desechado en favor de una canción escrita por Floyd Huddleston y Al Rinker. No es exactamente el mismo caso, dado que los Sherman no vieron a un despótico jefe fumar con una mano mientras tachaba con un rotulador rojo canción tras canción en un folio hasta dejar sólo una, pero seguía siendo la secuencia estrella de la película la que habían perdido. Gilkynson, que también pudo colar un temita en Los aristogatos, debió mandarles una cesta de frutas con un mensaje de condolencias lleno de dobles sentidos y vitriolo.

Rinker y Huddleston fueron los que se llevaron el gato al agua, pues. Los Aristogatos no cuenta con el poderío musical de El libro de la selva, pese a que intenta parecerse a ella lo máximo posible —y a 101 dálmatas, y a La dama y el vagabundo—, pero entre sus canciones, que en general mantienen un nivel aceptable, el temazo que ha pasado a la historia con verdadera justicia es Everybody Wants to Be a Cat.

El tema central de Los aristogatos es endiabladamente ágil, terriblemente pegadizo y, como demuestran innumerables remixes a lo electroswing, hiperbailable y perpetuamente vigente. Sólo hace falta que alguien calle a Duquesa en su súbito impulso de autopromocionarse y de dar un empujoncito a su incipiente carrera musical con ese terrible interludio soft-tempo para estar ante una canción perfecta, pero los gatos arrabaleros de París son demasiado corteses para no fingir su mejor cara de educado interés cuando una señorita decide unilateralmente bajar la intensidad de una fiesta en la que es una invitada de última hora para colar su single. Nadie podría culpar a los gatos por ni molestarse en reprimir su excesivo entusiasmo cuando por fin alguien se atreve a cortar con el pasteleo.

Oh, acabo de darme cuenta de lo de «el gato al agua».

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Robin Hood, la primera película Disney en la que no hay ni rastro de implicación de Walt, merece un poquito más de amor del que recibe. No demasiado. Sólo un poquito. Como comedia acumula suficientes momentos como para hacerla más eficaz que Los aristogatos. Entre los personajes, perdidos entre el reciclaje descontrolado de diseños y animación de éxitos pasados, hay destellos de inspiración y vestigios de originalidad. Y musicalmente es una película interesante. El estilo a lo coro griego de usar a un personaje más o menos externo a la ficción que nos guía con sus canciones a través de la historia dará buenos resultados más adelante con Clopin y, obvio, con el coro de las Musas —y ahora que Algo Pasa con Mary es oficialmente una película Disney, puedes sumar a la lista al dúo de músicos callejeros que persigue a Ben Stiller—, pero Alan Dale, el gallo juglar de Robin Hood, es el primer ejemplo. Quién sabe, tal vez el equipo de la película se dejó inspirar por el rol que el Maestro de Ceremonias de Joel Grey jugaba en Cabaret, estrenada durante la producción de Robin Hood.

En una olvidada situación de famoseo doblajil y en un caso más cercano al de La dama y el vagabundo que al de El libro de la selva, Roger Miller compuso e interpretó las canciones de su propio personaje. No se suele hablar de lo curioso —y en vista de que estamos a principios de los 70, comercialmente oportunista— que resulta este fichaje por parte de la película, que pese e a estar ambientada en la Inglaterra medieval, encuentra en el folk norteamericano su identidad sonora sin que lo cuestionemos demasiado. Debe haber algo realmente eficaz en la contribución de Miller a la película, que sin gran esfuerzo asocia las andanzas de unos alegres saltimbanquis del bosque al despreocupado y humilde punteo de una guitarra acústica.

Alan Dale es narrador y personaje según le da a la película, pero como el trovador no tiene impacto alguno en la trama, no supone un problema. De hecho, es descorazonador ver al suave, despreocupado y teóricamente ajeno a la historia bardo sucumbir al mismo destino que el resto de habitantes de la humilde Nottingham cuando el Príncipe Juan se rebela casi metatextualmente contra su rol de villano bufonesco y manda a prisión a todo el que no paga sus desmesurados impuestos. Y es aquí cuando nos canta Not In Nottingham, la canción en la que la cadencia vocal de Miller, hasta este momento representante de la perezosa despreocupación de los protagonistas, se tiñe de la cara más melancólica del folk.

Me encanta esta canción. Es una de ésas que me gusta cantar en voz baja —en esa dignísima versión latinoamericana—, triste pero no sobreactuada. Sincera sería la palabra. Las tres contribuciones musicales de Miller a la película son muy buenas, y una de ellas podría ser la pieza musical sin letra más famosa del canon animado de Disney, pero ésta es mi favorita.

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La banda sonora de Los rescatadores, tan cortita y olvidada/ble como es, esconde una historia que merece ser contada, aunque sólo sea porque se trata de la primera vez que dos mujeres se ocuparon de componer las canciones de una película Disney. Si vemos como una excepción a Peggy Lee, que a fin de cuentas era una celebridad y tenía algo así como carta blanca para meterse en el proceso de creación de la música de La dama y el vagabundo, ésta sería directamente la primera vez que los créditos de compositor de una película Disney de animación incluyen un número de nombre femeninos superior a cero. Estas dos mujeres son Carol Connors y Ayn Robbins. Connors tenía cierto recorrido en el mundo de la música cuando conoció a Robbins, habiendo formado parte del trío The Teddy Bears con nada menos que Phil Spector; y ya formando equipo se convirtieron las jamás-pero-nunca-jamás mencionadas co-autoras junto a Bill Conti de una de las canciones más famosas, trilladas y repicadas de la historia del cine. Me resulta inconcebible que no se hable de cómo la Disney se aseguró sus servicios para Los rescatadores inmediatamente a continuación de parir este gargantuesco éxito. Sólo esto bastaría para otorgarle cierta popularidad a estas olvidadísimas canciones.

No puedo resistir cierta fascinación por la selección de temas que componen esta banda sonora, por su sonido tan furiosamente arraigado en su época. Hablo de esa segunda mitad de los setenta donde la concepción de lo melódico pasa por un preciosismo orquestal hortera que ya sudé lo mío para describir al hablar de mi amada Nobody Does It Better, porque, como dije entonces, me falta lenguaje para ilustrar una tendencia que percibo con total precisión. Los arreglos y el estilo interpretativo demasiado melodioso de Shelby Flint ponen a los temas de Los rescatadores en el mismo saco que aquellas baladas inexplicables que acompañaban a los festivales catastrofistas de la época, como el Poseidón y El coloso en llamas.

Pero prueba a escuchar en orden cronológico todas las canciones habidas y por haber en el canon Disney de dibujos animados. Después de aproximadamente cinco horas y justo tras terminar con Robin Hood, tus oídos reaccionarán ante un sonido inédito hasta el momento. Una siniestra cadencia que recuerda más a la oscura nana de La semilla del diablo aparece para romper con todo lo oído: es The Journey, mi canción favorita de la película por cómo navega a medio camino entre el estilo sub-Bacharach de la balada media de la época y la atmósfera musical disonante de un thriller psicológico de finales de los sesenta.

Su sonido está mucho más cerca del cine de acción real de lo escuchado en ninguna película Disney anterior, en una época en la que la música del cine de animación aún tenía su propia idiosincrasia y dependía en gran medida del mickeymousingThe Journey, una pieza sencilla y no tan tareareable como ambiental en la que los pasajes instrumentales abarcan más que los cantados, es llamativa por sí sola; pero merece la pena observarla como el complemento ideal para un prólogo que se funde dramáticamente en los créditos iniciales, revelando unas intenciones por parte de la película de nutrirse de códigos del cine de acción real que van mucho más allá de la música.

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Tal y como ocurre con Los rescatadores, podría secuestrar a tu abuela, atarla a una silla en un sórdido sótano y pinchar la señal de tu tele para que vieras cómo le apunto a la cabeza con un pincho hidráulico de sacrificar ganado, y aún así serías incapaz de tararearme o tan siquiera nombrarme una canción de Tody Toby.

La explicación es sencilla: los temas de Tod y Toby son una nulidad, inanes, lo cual ya es generoso en tanto que les concede el estatus de canciones. En realidad el jurado aún está deliberando al respecto. A lo largo de la década de los setenta y concluyendo con Tod y Toby en el 81, uno casi siente disiparse gradualmente la tradición musical Disney en una triste nube de polvo; las canciones se van volviendo menos relevantes en el tejido de la historia con cada estreno hasta llegar a esta especie de amago de sombra de sucedáneo de tonadillas con las que Tod y Toby prueba los límites de nuestra paciencia, versos que en boca de Pearl Bailey apenas se esfuerzan en fingir ser música.

Es importante señalar que no era sólo la tradición musical lo que se disipaba en una triste nube de polvo en aquellos años. Una vez más, la música sólo es una extensión de lo que estaba ocurriendo en la Disney, con el cine animado en caída libre tras la muerte de Walt y las dudas sobre su rentabilidad creciendo en las minúsculas mentes de los ejecutas que habían venido a ocupar los sillones importantes. Por el momento y mientras nadie se decidía a dar el paso y pulsar el botón rojo, las películas de dibujos siguieron realizándose, con cada vez menor cadencia e impulsadas por una triste inercia que terminó por tener efectos devastadores en la producción de Tod y Toby —como se vio en el número 223 de El Asombroso Ron Miller, ¡como si no lo supieras!—. La banda sonora se limita a reflejar esa desidia, y me gustaría encontrar algo más de lo que hablar para seguir retrasando ad infinitum el momento de escoger una canción de entre este calamitoso muestrario.

Si tuviera los huevos tan grandes como la gente que decidió que medio minuto de versos mal intercalados entre diálogos merecían formar parte del disco de la banda sonora de Tod y Toby, habría escogido Lack of Education como ganadora, aunque sólo fuese por ese extra de sassy black woman que le inyecta Pearl Baley. Si los tuviera, que no es el caso. De ahí que me quede, con un significativo encogimiento de hombros, con Best of Friends, escrita por un tal Stan Fidel y de la que al menos puede decirse que es inequívocamente una canción. Dios, qué más quieres. Es que son terribles todas. Terribles.

Este tren en el que viajamos no hará parada en Taron y el caldero mágico por su ausencia total de canciones, inaudito para el estudio en casi 50 años de películas animadas, pero el desenlace lógico de la tendencia de los últimos años. En su lugar, nuestro siguiente destino es una película concebida en los albores de una nueva era de la Disney, una que lo devolvería a su lugar hegemónico hasta el punto de reafirmarlo como ni siquiera Walt vio en vida.

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Entre los conocedores de los entresijos de la historia de la Disney, al menos de los estudios de animación, Basil, el ratón superdetective —ojalá la hubiesen llamado aquí Policías y ratones como en Latinoamérica, tendría que escribir menos— ocupa un lugar positivo. Hoy la vemos como el primer pasito dentro del plan de reconstrucción a medio plazo concebido por Eisner y Katzenberg después de su puesta al frente de la compañía, y su pequeña escala y humildes ambiciones le han ido ganando con los años la simpatía de los estudiosos —era esto o eruditos, demándame—. Yo no estoy entre ellos. Antes he dicho «la vemos como», pero en el fondo lo que habría querido escribir es «la racionalizamos como». Sí, me parece una película pequeña, sin escala ni ambiciones, pero no es de esos casos en los que algo así se traduce en eficacia y frescura. Más bien la siento televisiva y baratuela.

Y créeme, puedo vivir con la realidad de que Basil es una película insustancial con chispazos dignos de recordarse, pero se me hace especialmente duro ver que mi compositor favorito del cine, Henry Mancini, en vez de elevar el material, se contagia de la mediocridad circundante. Que el Mancini de los ochenta estuviera ya muy lejos del imparable genio que dominó los sesenta con sus panteras rosas, hataris, carreras del siglo, desayunos con diamantes, charadas y días de vino y rosas no suaviza el golpe de escuchar un score tan genérico, o unas canciones que sólo cobran algo de vida cuando pasan a través del único aspecto realmente inspirado, de clase A, de Basil: el Ratigan de Vincent Price, quien, no nos llamemos a confusión, participa porque en los 80 no hacía falta pagar exactamente precios de clase A para asegurarte sus servicios.

La timidez con la que Basil recupera el uso de canciones —después del intento de Taron y el caldero mágico de acercar el cine Disney animado a los éxitos de acción real del momento— hace pensar en unos Eisner y Katzenberg prudentes y consecuentes con su plan a largo plazo de resucitar la tradición animada de Disney. Lo que no significa que sea verdad, claro. Estos tipos eran ejecutas de primer orden, auténticos tiburones curtidos en el sistema de estudios de los 80 y creyentes en el poder del star system por encima de cualquier lógica. El primer impuso de Eisner al reunirse con el equipo de la película fue proponer sin un ápice de ironía a Michael Jackson para que un ratón con su cara y su voz tuviera un face off musical a lo Bad con Basil en la neblinosa Londres victoriana. Katzenberg aprovechó el silencio sepulcral que siguió a esta sugerencia para afinar la idea y lanzar el nombre de Madonna.

En vista de lo mal recibidas que fueron estas visionarias ideas, la cosa se dejó correr y la gran escena de baile ochentero con Jacko fue reemplazada por un saldo cabaretero con arreglos de karaoke no compuesto por Mancini y cuyo contenido sugestivo trae de cabeza a los Ned Flanders de todas las ideologías, qué bonito. Los otros dos temas tampoco son especialmente elaborados ni buscan un gran protagonismo, pero se benefician de la diabólica interpretación de Price, como si Mancini supiera quién iba a ser el encargado de cantar sus canciones y se hubiera contentado con escribir cualquier cosa en diez minutos a sabiendas de que el sinpar actor era capaz de elevar cualquier mierda con su inimitable histrionismo. Supongo que ésta es la gran diferencia con el lamentable repertorio de Tod y Toby.

Si prefiero Goodbye So Soon por encima de The Greatest Criminal Mind, es porque la segunda se convierte en una mera canción de taberna demasiado pronto para que uno pueda disfrutar de Vincent Price recreándose en sus inconfundibles cadencias. Goodbye es igual de simplona y la interpretación de Price está más cerca de una recitación melódica que del canto propiamente dicho, pero claro, en manos del insigne intérprete, tan dado a sonar como si se relamiera de gusto con cada vocal y cada consonante, una recitación melódica tiene más música que toda la discografía de Shakira (qué gratuito).

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Aquellos malditos artistas de la DIsney, pensaron Eisner y Katzenberg tras lo mal recibidas que fueron sus ideas musicales para Basil, no sabían NADA de negocios. ¿Cómo era posible que dejaran pasar la oportunidad de poner a Michael Jackson o a Madonna en una película, aunque estuviéramos hablando de una versión ratonil de Sherlock Holmes? ¿Tanto ODIABAN el éxito? A lo mejor no lo habían entendido y creían que la llamada a la casa de Michael Jackson iban a cobrársela a ellos. Sí, eso debía ser. Porque si no, ¿en que clase de casa de locos se habían metido en las que la lógica interna de una película se ponía por delante de ganar MUCHO MÁS DINERO? Lo peor fue sucumbir a aquellos malditos subordinados y a sus estúpidas miradas de desaprobación. ¿Quiénes se creían que eran aquellos desharrapados que ni siquiera habían visto un Armani en su vida? Ah, no, la próxima vez sería distinto. Puede que la Disney de finales de los 70 y los 80 se hubiera visto reducida a una sombra errabunda y sin liderazgo de lo que un día fue, pero ahora aquellos supuestos artistas iban a comprobar quién estaba al cargo.

Para demostrarlo, cuando el estudio se puso manos a la obra con Oliver y su pandilla Katzenberg se dedicó a su deporte favorito, es decir, tirar de agenda, y se aseguró de poner nombres rutilantes delante y detrás de las canciones. La lista resultante no incluye a nadie de la talla de Madonna, pero no deja de ser impresionante: Huey Lewis, Billy Joel y Bette Midler cantan, ponen voz a personajes o ambas cosas. Barry Manilow está tras al menos una de las canciones. ¿La guinda? Un nombre trascendental para el futuro inmediato del cine Disney. Todo comenzó con una sugerencia casual de David Geffen, colega y futuro socio en DreamWorks de Katzenberg y, más relevante para esta historia, productor del musical off-Broadway de La pequeña tienda de los horrores y la subsiguiente adaptación a cine. Así fue como Howard Ashman entró en Disney para escribir una cancioncita para Oliver, y ya nunca se fue.

No es ésta. Siento el anticlímax, pero recordemos el objetivo de estos escritos. Howard Ashman escribió Once Upon a Time in New York City, muy blanda e inferior a la que sí es mi favorita, Why Should I Worry, interpretada por el incombustible Billy Joel en el papel de Dodger. No me encanta. Nada me encanta en esta película. Mas puestos a elegir, y dado que me gusta más la idea tras la canción de Georgette que la canción en sí, ésta me parece de largo la más pegadiza y llena de personalidad. No te preocupes, Ashman tendrá tiempo de sobra de recibir mis hiperbólicas palabras de halago. Aunque lo de tiempo de sobra es un decir, me temo.

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Advertencia al paciente lector: de aquí en adelante voy a quejarme bastantes veces de la hipócrita tendencia de cierta Academia a considerar por defecto a una balada más digna de ganar un premio que a otra canción de intenciones menos melodramáticas. Ni el mundo de la música escapa al estúpido fenómeno del aura de prestigio sistemático que damos a todo lo dramático en detrimento de lo cómico, y si no, pregúntate si verás algún día a los Globos de Oro culminar una ceremonia con el premio a la Mejor Comedia. Pero, de forma anómala, la gran reentrada de la Disney en el juego de los premios musicales en los noventa tuvo su primer representante no en la canción más sentimental de La sirenita, sino en un tema divertido y pegadizo cantado por un cangrejo con alma de showman que no es el protagonista, sino el carismático alivio cómico. Es más, la segunda canción nominada al Oscar junto a la ganadora Under the Sea tampoco era la balada melodramática de la película, sino Kiss the Girl. Esos académicos habían flipado de verdad con Sebastián.

En realidad, era la reacción correcta. Como diminuto secundario con la tarea de aliviar el dramatismo de la historia con humor y canciones, el rol de Sebastián en La sirenita es uno que ya se había visto muchas veces en una película Disney y volvería a verse aún más, pero la designación del cangrejo como «compositor real» dentro del universo de la película pone específicamente sobre sus hombros la responsabilidad de reentrenar al público en las mecánicas del gran musical Disney después de la escasez de canciones de la última década larga, como si, inconscientemente o no, el equipo de la película considerase necesaria esta justificación dentro de la trama. 

¿Me atreveré? ¿Seré capaz de dar ese temible salto sin red y considerarte suficientemente listo como para que no pienses que me contradigo al decir que ojalá ese Oscar se lo hubiera llevado la canción sentimental y melodramática de la película que la academia suele premiar de facto? Cualquiera de las dos nominadas estaba a la altura de cualquier premio, porque la de La sirenita es una banda sonora en la que los éxitos se suceden uno tras otro, pero Part of Your World es una de mis canciones Disney favoritas de todos los tiempos, y la mejor de la película.

Cuando Jeffrey Katzenberg convenció a Howard Ashman y a Alan Menken de entrar en la órbita Disney en ese momento de lenta reconstrucción del estudio de animación que fue la segunda mitad de los ochenta, Ashman no se planteó ni por un momento dejar en el cajón su libro de estilo. A lo largo de su carrera había demostrado un gran amor por lo kitsch, por los personajes que declamaban con música y una pasión aparentemente aprendida de un personaje de una película Disney sus anhelos de ir más allá —y de vestir como Donna Reed—. Las posibilidades de que el letrista optara por dejar de lado estos impulsos en el preciso momento de ponerle las manos encima a una auténtica película Disney tendían a un cero poderosamente patatero; y legendaria es la pasión con la que luchó por preservar Part of Your World en el metraje final de La sirenita. Es la canción en la que Ariel expresa qué es lo que quiere, qué es lo que la motiva, qué es lo que le da sentido como personaje; y la clave de su éxito, la clave del genio de Howard Ashman como letrista, está en la sinceridad.

Ashman elige lo cursi, abraza el artificio del personaje que canta de forma literal lo que quiere, pero no lo plantea desde una distancia irónica. Cuando Ariel transmite, cantanado, su fascinación con la superficie, lo hace con los mismos ejemplos ingenuos y desinformados que en otros momentos de la película dan pie a la comedia, pero durante esta canción no hay ni rastro de ese miedo al ridículo que lleva a tantos creadores a tratar de adelantarse con toques autoconscientes a un potencial «qué estúpido es todo esto, ¿verdad?» por parte del espectador, arruinando cualquier potencial emotivo que pudiera tener la escena. Ashman creía en ello, y dirigió a Jodie Benson con la pauta esencial de que cantara como si también creyera en ello. El resultado es conmovedor, un prodigio que en momentos concretos hace que se me encoja el cuerpo entero. Ve, escúchala y aprecia la delicadeza con la que Ariel retoma la letra tras la pausa después del i want more / quiero más: es insuperable.

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Howard Ashman puso todo su corazón, su alma completa, en La sirenita, y cuando acabó, no veía el momento de meterse de lleno en Aladdin. No obstante, Katzenberg tenía preparada una parada de peaje para él y para Alan Menken antes de eso. La bella y la bestia estaba en crisis. Aquel proyecto renqueante amenazaba con escorar definitivamente si ellos dos, explicó Katzenberg, no le metían mano y hacían su magia con la narrativa musical. El estudio se estaba gastando una buena pasta en Los rescatadores en Cangurolandia —sin canciones, por eso la hemos saltado—, y ante la inquietud de un posible fracaso, se agradecía la tranquilidad que suponía tener en La bella y la bestia a la principal pareja responsable del éxito de La sirenita.

A Ashman no le interesaba mucho aquello. Él quería hacer Aladdin, mucho más en sintonía con su espíritu chispeante y excesivo, y le frustraba tener que interponer este cuento tan sobrio entre él y su amada empresa. Ahora bien: nadie, jamás, podría notarlo viendo La bella y la bestia, porque La Bella y la bestia representa la perfección absoluta del arte de la narración musical, la película Disney que de forma más sublime decide qué contar con imágenes, qué contar con diálogos y qué contar con música. No son éstas mis canciones favoritas en el vacío, pero la vida que cobran como parte imprescindible del todo que es la película supone un espectáculo abrumador.

El legado musical más importante de La bella y la bestia es la decisión de Ashman de llevar Broadway a Disney hasta las últimas consecuencias —una idea que Marc Davis había contemplado a principios de los 60, durante aquella primera edad dorada del teatro musical, para el malogrado proyecto de Chantecleer—La sirenita está estructurada como un musical de Broadway y posee su magnificencia y sentido del espectáculo, pero es La bella y la bestia la que llega hasta el final y arranca con un número de presentación de cinco minutos en el que nuestra protagonista y un enorme reparto salen a escena para saludarnos y presentarnos mediante solos y coros el mundo de la película y los temas que nos encontraremos a lo largo de la historia. A partir de aquí, las películas Disney comenzarían una lucha por superar la apuesta que Belle lanzó en la introducción de La bella y la bestia.

La proeza musical de Ashman y Menken no pasó desapercibida. Es más, en este frente fue recibida incluso con mayor admiración que La sirenita. Katzenberg demostró una audacia sin par al potenciar la presencia de La bella y la bestia como una contendiente seria en la temporada de premios, pero no me cabe duda de que la contribución de los dos músicos a la película fue clave para esa histórica nominación al Oscar a la Mejor Película. No lo ganó, pero el hito no deja de ser extraordinario, y esto, sumado a los dos premios musicales que sí se llevó la convierten en mi verdadera ganadora de aquellos Oscar de 1991-92. Beauty and the Beast se llevó ese premio a Mejor Canción, por si te lo preguntabas, y fue el miedo a que tener tres canciones nominadas dividiese el voto de la Academia lo que motivó la idea de grabar una versión single con Celine Dion y Peabo Bryson que acaparase atención mediática y asegurase la unificación del voto. Humilde origen para una de las sinergias comerciales y de penetración cultural más básicas del Hollywood contemporáneo.

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La bella y la bestia está dedicada a la memoria de Howard Ashman. La fuerza creativa con nombre propio más notable de la historia del estudio Disney desde la muerte de Walt se extinguió devorada por el sida a principio de 1991, a punto de cumplir 41 años y tan sólo unos meses antes del estreno de la película. Sus últimas fuerzas las dedicó a esa esquiva película que había tenido que poner en espera para convertir a La bella y la bestia en lo que es hoy, pero no llegó muy lejos. Alan Menken, su socio y amigo —y a quien Ashman le confió el secreto de su enfermedad antes que a la mayoría de la gente, mientras se pasaban el uno al otro el recién ganado Oscar por Under the Sea— prosiguió la labor en Aladdin con la ayuda de Tim Rice, y el inevitable proceso de ajuste y reescritura de un proyecto que perdió a Ashman en su fase primigenia provocó que gran parte de sus aportaciones musicales mutasen en otra cosa o simplemente desaparecieran, habiéndose vuelto incompatibles con el nuevo devenir de la historia. El ejemplo más conmovedor es una canción llamada Proud of Your Boy, planteada para ilustrar la relación entre Aladdin y su madre cuando ésta aún formaba parte del guion; pero también como un reflejo del alma de un hombre atormentado por cómo su homosexualidad había afectado a su propia relación con su madre.

Mi canción favorita de Aladdin es de las que sí sobrevivieron, aunque con cambios notables que convierten a Tim Rice en coautor de pleno derecho y que tienen su explicación tras un torbellino que hizo su aparición en la producción de la película cuando Katzenberg dio el paso que dio lugar al perfeccionamiento definitivo del modelo de cine de animación norteamericana que aún hoy es el dominante. Ese modelo de cine de animación, que ya mencioné en su fase fetal al discutir La dama y el vagabundo y que encuentra paradas clave en El libro de la selva y Todos los perros van al cielo, es uno presidido por el star power de un reparto de voces que marca no sólo el aspecto y personalidad de los protagonistas, sino todos los elementos de la película, incluyendo su promoción y su impacto en el público. Todas las películas mencionadas son piedras en un sendero que desemboca en Robin Williams, en el pico de su hiperactiva fama, suelto en una cabina de grabación y gritándole a un micrófono como una ametralladora todo lo que se le pasaba por la cabeza en todas las voces que se le pasaban por la garganta, teóricamente para dar voz a un único personaje.

Friend Like Me fue concebido por Ashman como un número heredero del sinuoso estilo vodevilesco de Cab Calloway, pero la irrupción de Williams cambió todo eso. Se mantuvo la esencia jazzística de la canción, pero el tempo y la energía se vieron transformados por completo para ajustarse a la maníaca personalidad de un comediante cuyo impacto se estaba haciendo sentir incluso en el estilo de animación escogido para la película. Aparentemente capaz de casi todo, Robin Williams representaba el sueño de cualquier animador. Dicho animador podía lograr tan sólo armado con un lápiz que el actor, reencarnado en un personaje de dibujos animados, fuese capaz de TODO. No darle un número musical al Genio habría sido contrario a todo sentido común: el contexto de una canción era la forma de sacar el máximo potencial a la imparable fuerza como showman de Williams y, por ende, permitir a Eric Goldberg llevar al límite de la imaginación todo lo que la interpretación del actor podía inspirar a sus trazos. Es duro limitarme a hablar de la canción en abstracto, sin recrearme en histriónicos halagos hacia la secuencia completa, sus soluciones visuales, la extraordinaria vitalidad de su animación; pero realmente, la explosiva música de Alan Menken y la letra de Tim Rice, confeccionadas para sacar lo mejor de Williams dándole pie a subir, bajar, gritar, silabear y poner voces, son argumentos de sobra para preferir A Friend Like Me por encima de cualquiera de las demás canciones de Aladdin. Que son muy buenas, por cierto, aunque todos sabemos que la nominación y subsiguiente victoria de A Whole New World en los Oscar fue otro de los cada vez más comunes casos de baladitis.

(Como breve epílogo no está de más añadir que si bien Friend Like Me se acabó transformando en algo muy alejado de su forma inicial, al año siguiente Disney estrenó tímidamente y bajo su sello Touchstone cierta película animada en stop motion y producida por Tim Burton que sí contiene un número musical abiertamente inspirado en las magnéticas performances de Cab Calloway).

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Vamos con las confesiones duras: las canciones de El rey león me dan un poco igual. El rey león, la peliculita de leones que Katzenberg trató con condescendencia en los medios mientras ponía a los mejores artistas y recursos del estudio a trabajar en su gran proyecto de vanidad sobre el Nuevo Mundo hasta que su sísmico impacto crítico, comercial y cultural le animó a venderse como su gran orquestador, es un caso insólito en la tradición musical de la Disney. Lo es porque toda la atención del espectador la absorbe el extraordinario score instrumental de Hans Zimmer, sobre cuyos hombros, no sobre los de las canciones, descansa la fuerza dramática de la película. «Majestuosa» es un término muy habitual para referirse a El rey león, y probablemente es uno que no se oiría tanto si no fuera por la indescriptible dimensión que le aportan las instrumentaciones de inspiración africana de Zimmer, que ya había explorado estas texturas sonoras en su discografía ajena al cine y al menos en dos de sus bandas sonoras —Rain Man y Amor a quemarropa—.

Las canciones, en cambio, están ahí, y cumplen bien su misión. Aliviadas de la responsabilidad dramática más atmosféricas, pueden dedicarse a definir a los personajes o dar color a momentos importantes de su vida —como el primer y tórrido encuentro sexual con un grado disparatado de señales de consentimiento y disposición—. Es un enfoque distinto a lo visto en las películas inmediatamente anteriores y también en las inmediatamente posteriores, pero claro, Elton John suponía una variante digna de tener en cuenta. Alan Menken, como arma secreta oficial de la Nueva Disney, había sido destinado a Pocahontas, dejando una notable vacante en El rey león que Katzenberg llenó tirando de agenda de contactos y, hay que admitirlo, reparando menos en gastos que John Hammond en una noche de putas. Elton John, aliado con un Tim Rice que repetía para Disney después de los buenos resultados de Aladdin, se convirtió en el compositor superestrella que dio a El rey león sus canciones, pero la mano de Zimmer no deja de estar presente en la mejor de todas ellas:

Zimmer recomendó personalmente al productor, compositor y ocasional cantante Lebo M. para interpretar la canción de apertura de la película, Circle of Life, tras una serie de colaboraciones provechosas entre ambos en el pasado, y la propuesta no podría haber sido más inspirada. La combinación entre los mágicos arreglos de Zimmer y la voz del productor sudafricano le dan una entidad al tema, casi una fuerza gravitatoria, difícil de igualar por las otras y muy exhibicionistas canciones, más inbuídas del espíritu desparramante de Elton John y no tan en completa sincronía con el alma de la película como años de nostalgia y vídeos de Canta con Nosotros hacen parecer. Circle of Life, en cambio, es una perfecta encapsulación de la película que nos presenta en esa inmortal secuencia inicial. Es una lástima que la versión de la canción que invadió las listas de éxitos y que posiblemente motivó su nominación al Oscar —que no la victoria, aunque sí que fue para un tema de El rey león— sea el single interpretado por John. La realidad es que desde el perfeccionamiento en los 90 de la ofensiva comercial de Disney en cuanto a la música, las versiones originales de una canción apenas han tenido oportunidades de alcanzar la omnipresencia en la radiofórmula, si exceptuamos verdaderas anomalías como We Don’t Talk About Bruno y el triunfo del Let It Go original de Idina Menzel por encima del cover de Demi Lovato.

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Pocahontas representa la primera de las dos colaboraciones seguidas de Alan Menken con Stephen Schwartz, quien ya por aquel entonces tenía sobrados éxitos en Broadway bajo la manga como para ser considerado un fichaje de postín. Muy posiblemente fue cosa de Katzenberg, a quien se le metió entre ceja y ceja crear con Pocahontas su gran drama de prestigio de temporada de premios. En otras palabras: lo mismo que La bella y la bestia consiguió unos años atrás por sus valores intrínsecos, sólo que de la forma más prefabricada imaginable y ésta vez, si no es mucho pedir, llevándose todos los Oscar posibles, musicales o no. Y si Pocahontas se siente exactamente como un vacuo producto confeccionado para optimizar la probabilidad de éxito en los Oscar sólo que la mitad de larga que el dramón premiable medio su selección de canciones no es una excepción. Fue también el único frente en el que la película cumplió su misión.

En 1995, los DIsney Animation Studios ya tenían bien establecida su hoja de ruta para prolongar la racha de éxitos iniciada con La sirenita seis años atrás, y el apartado musical de las películas parecía ser el único que consistentemente reportaba a la compañía aquello que se resistía a sus por otro lado indiscutibles triunfos: galardones. Objetos tangibles, pesados y preferiblemente fálicos, testimonios cuantificables de éxito sujetables en fotos con gesto de victoria hacia los cuales una balada parecía ser el acceso más rápido y seguro. Y por ello, Colors of the Wind, indiscutiblemente la canción bandera de la película, exhuda por primera vez en la Resurrección Noventera de Disney el cinismo de lo prefabricado.

Creo que es una buena canción, es de hecho mi favorita de la película. Y sin embargo cuesta abstraerse de lo histriónico de su escala y de su afán de autoimportancia, muy alejada de la alegre carencia de pretensiones de Under the Sea, que para este momento ya parece una forma paleolítica de ganar un Oscar. Que se lo pregunten a Randy Newman y a la gente de Pixar: en su gran debut el mismo año que Pocahontas en los cines, en los Oscar, en la conciencia popular, Disney les consiguió una nominación musical para You’ve Got a Friend in Me, canción superior a Colors of the Wind… pero de temática y estilo más sencillo y desenfadado. A la larga no importó. Puede que Pocahontas se llevara la estatuilla de la forma más automática imaginable, pero la victoria a largo plazo fue para Pixar. Para cuando la respuesta crítica y de público a Pocahontas dejó claro que sus posibilidades de aspirar al Oscar a la Mejor Película rondaban las de Batman Forever —con Katzenberg ya fuera de la Disney y seguramente renegando de la paternidad del fiascoToy Story iba de camino a convertirse en algo trascendente. Lo que no quita que la banda de Lasseter tomara buena nota para el segundo Toy Story de cómo enfocar el tema de las canciones.

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Si no contamos las películas paquete musicales de los 40, El jorobado de Notre Dame es la película Disney que, proporcionalmente, más tiempo dedica a sus canciones. Su hora y media escasa está atiborrada de música, la mayoría de dimensiones epopéyicas, pero también chusquera y más infantil que un puzzle de La patrulla canina. Muy apropiado para una película que enreda con la xenofobia, la moral corrupta y el selectivo pánico hacia lo carnal de las altas esferas eclesiásticas pero que en las pausas para fumar te mete gárgolas que eructan y cabras que muerden culos en calzoncillos de lunares. Es musicalmente ambiciosa, pero su ambición —en temática, en concepto, en estructura— posee una cierta complejidad de la que Pocahontas, la primera colaboración Menken/Schwartz para Disney, carece. Tiene sus momentos bajos, todos ellos fruto de la autoimpuesta fórmula Disney de los 90 a la que sucumbe en demasiadas ocasiones, como la canción yo-quiero y el número de los alivios cómicos. Sin embargo, cuando se rebela contra el patrón y se atreve a ser consecuente con el núcleo más oscuro de la historia, el trabajo de los dos músicos se alza muy cerca de lo magistral, lo que aparentemente no fue suficiente para proseguir una racha de Oscars inexplicablemente rota aquí con ni siquiera una triste nominación.

¿Inexplicablemente? En realidad no. Apostaría a que llegado el momento de escoger a su gran aspirante, la Disney echó un vistazo a lo turbio de los temas que manejan la mayoría de las canciones de El jorobado y cedió a sus instintos más conservadores. De ser así, la compañía habría intentado seguir con la estrategia que tan buenos frutos le estaba dando e impulsar la nominación del inofensivo pasteleo de la mencionada canción yo-quiero, es decir, Out There, en un intento de glorificar una birria cursi que machaca burdamente y a la desesperada el factor empatía con un personaje, ehr, complicadillo en términos de marketing.

Técnicamente el Oscar a Mejor Canción sí fue a parar a las manos de la Disney, a fin de cuentas Evita estaba coproducida por su filial Hollywood Pictures. Pero todos sabemos que se trata de eso, de un tecnicismo. La prestigiosa y mediática racha de victorias de los Animation Studios estaba rota, y si bien You Must Love Me es una canción excepcional, tal vez Tim Rice hubiera visto escaparse la estatuilla de entre sus dedos de haberse enfrentado a algo más potente. Algo como The Bells of Notre Dame.

El tema más operístico de la película viste a uno de los mejores arranques que se pueden encontrar en una película Disney —uno cuyo nivel luego es incapaz de mantener, pero ya he dejado entrever muy sutilmente mi opinión al respecto—. Una sencuencia mayestática, fatalista y llena de momentos temáticamente perturbadores que se ven reflejados en la propia canción. Clopin, como narrador, establece ominosamente los leit motivs del guion; los personajes, cual actores teatrales, representan la terrible escena alternando texto leído y cantado según la urgencia; y por encima de todos está ese severo testigo y a la postre incorruptible juez que es la propia catedral de Nuestra Señora de París, representada por los coros. Es un tema épico, impactante y escalofriante. Claro que también puedes preferir la canción ésa en la que las gárgolas comparan a Quasimodo con un croasán, seguramente con el beneplácito de la directiva de Disney, en vista del cambio de marcha que metieron con la siguiente película.

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(Ésta se la dedico a una persona que adora las canciones de Hércules por encima de cualquier otra banda sonora de Disney.)

Yo era demasiado joven para estar al tanto de estas cosas, pero puede que en aquel momento tras Pocahontas y El jorobado de Notre Dame pareciera que Alan Menken había encontrado a su nuevo Ashman en Stephen Schwartz. No fue así. Cuando Katzenberg se largó de Disney para montar su propio estudio de animación con casinos y furcias seguro que he hecho este chiste alguna vez ya, pero me da igual, lo único que rescató de su fracasado proyecto de pasión, de esa máquina rota de fabricar Oscars llamada Pocahontas, fue precisamente a la mitad de la pareja que le había reportado a la película su única victoria, por pírrica que fuera. Schwartz fue directo responsable del premio a la mejor canción para Colors of the Wind, así que Katz se aseguró de su presencia en las filas de DreamWorks y de El príncipe de Egipto. Puestos a intentar escupirle en la cara a la Disney, qué podría haber más delicioso que hacerlo con sus propios jugos salivares.

Ignoro si Katz tentó también a Menken con riquezas y concubinas para que firmara con DreamWorks, pero sabiendo lo que sé de las maniobras del ejecutivo más adicto a la Diet Coke durante su periodo de transición, es lo más probable. Quizá le llamó por teléfono y empezó preguntándole por la salud de ese tío segundo enfermo y transmitiéndole buenos deseos para todos los miembros de su familia usando sus nombres propios de carrerilla sí, Katz realmente hacía estas cosas para engatusar a los potenciales futuros artistas de DreamWorks. Pero Menken no se fue. Poniendo su talento al servicio de la siguiente película de Disney, unió fuerzas con un nuevo letrista, Dave Zippel, y desempolvó un viejo recurso de probado éxito de sus tiempos de La pequeña tienda de los horrores con Ashman: la película era Hércules y el recurso, destinado a ser reutilizado en ella de forma literal, era el coro de musas. El resultado es el mejor trabajo del Menken post-Ashman de todas sus creaciones para Disney, uno sin el cual la película sería mucho peor. Es más, el nivel es no sólo tan alto, sino tan constante, que me cuesta escoger una favorita como no me ha pasado con ninguna de estas películas hasta el momento. Pero si bien he estado considerando seriamente enlazar aquí debajo un vídeo de From Zero to Hero o A Star Is Born, finalmente me he decantado por un tema igual de bueno, pero que además tiene algo que éstas dos no. The Gospel Truth no es sólo una forma excelente y espectacularmente interpretada de establecer desde el principio el tono de la película, entre la irreverencia, la celebración desmesurada y la autorreferencia. Es una pieza que, en su rol de marco narrativo, se va desarrollando y añadiendo bises conforme avanza la película, llevando un nivel más allá el viejo arte del reprise.

Los espectadores españoles podemos considerarnos tocados por un ángel en este caso. La Disney llevaba desde 1991 encargando doblajes específicos para los mercados latino y español europeo respectivamente, y aunque aquella repentina separación creó una generación de imbéciles territoriales y xenófobos cómodamente instalados en las cloacas de youtube, fue lo único malo que surgió de la decisión. Los doblajes para España de las películas Disney de los 90 son obras de arte que contaron con el talento de la nata y la crema de la profesión según me han contado algunos de sus responsables, con la confianza total de la Disney y vía libre para hacer lo que tan bien sabían, qué lejos queda aquello, y por suerte, Hércules forma parte de esta era. De haber llegado hoy y no en 1997, no quiero ni pensar en qué habría sido de su banda sonora en el doblaje español, cada vez menos capaz ya no sólo de adaptar canciones satisfactoriamente, sino de encontrar equivalencias interpretativas con estilos que no cuentan con contrapartidas patrias, como es el caso de Hércules y su música negra. Un desafío para cualquier adaptación extranjera en la que la cultura gospel no tenga correspondencia, y sin embargo, la música de Hércules en español es espectacular. Insólitamente excelente. Ya de base las letras adaptadas son muy buenas y convincentes al oído, a años luz del literalismo mecánico y antinatural de un Let It Go doblado, pero es que las voces de Susan Martín, María Caneda y compañía son arrolladoras, y sus interpretaciones transmiten seguridad absoluta. Hay en esta época de Disney películas a cuyas canciones sigo acercándome en español siendo consciente de que, sin estar ni mucho menos mal trasladadas al idioma, la nostalgia juega un gran papel en este magnetismo. No es el caso de Hércules.

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En 1998, con La sirenita a punto de cumplir una década, los mecanismos narrativos de la Disney renacida estaban acusando un desgaste importante a fuerza de aplicarse con cadencia anual y mínimas variaciones a historias nuevas que de todos modos se elegían en función de lo fácilmente que encajaban en el patrón. Hércules muestra signos claros de ello, pero como ya comenté, su prodigiosa banda sonora la hace parecer mucho, muchísimo mejor de lo que es. He ahí el poder de una bateria musical potente en una película Disney.

Pero Mulán no tiene esa suerte, y denota cierto cansancio por tener que aplicar por enésima vez la muy cerrada plantilla de la animación Disney de los 90 a la historia que intenta contar. En lugar de contagiar a la película de algo mágico que en un principio no está ahí, hace lo contrario y se deja contagiar de la mediocridad general. Ver Mulán es presenciar una continua lucha entre los instintos de los directores y la sumisión al trámite obligatorio de los interludios musicales, resuelto a duras penas colocando estratégicamente los números en los momentos en los que menos daño pudieran hacer al ritmo de la historia. Esta película básicamente está pagando las facturas de AladdínLa bella y la bestia y demás.

Otra forma de decirlo es que si, hipotéticamente hablando, tras la creación de la música de Mulán hubiese un proceso tormentoso e innecesariamente traumático para muchos, el resultado no es de los que habrían merecido la pena. Qué cosas, consultando mis notas observo que el proceso de la creación de la música de Mulán fue tormentoso e innecesariamente traumático para muchos. Stephen Schwartz ya había compuesto un puñado de canciones para la película cuando estalló una guerra de patio de colegio entre Eisner y Katzenberg por la implicación del compositor en El príncipe de Egipto, despropósito que culminó con Schwartz expulsado del reino Disney y sus canciones en la incineradora. Esto motivó la entrada de Matthew Wilder, quien formando equipo con un Dave Zippel que repetía como letrista después de Hércules, parió cinco canciones agresivamente olvidables para animar las aventuras de Fa Mulán. La Academia estuvo de acuerdo: no hubo Oscars, no hubo nominaciones.

¿Cuál es mi canción favorita de Mulán? ¿Hay tan siquiera alguna que me guste? No, en realidad no la hay, y soy consciente de que en este momento estoy ganándome las iras de muchos fans de Reflection. Obligado a elegir, escojo I’ll Make a Man Out of You porque es difícil enfadarse con una canción tan estúpidamente motivada.

Si alguna vez te has preguntado qué forma tendría una lata de Monster pero en canción, aquí tienes tu respuesta. A tope, siempre arriba, motivación por las nubes. Y ni el más leve ápice de autoconsciencia, está totalmente convencida de molar más que la vida. Me pregunto quién decidió que un Donny Osmond ya muy lejos de su pico de fama era lo que Mulán necesitaba para convencer a su público de la categoría A de su repertorio musical duras declaraciones sin duda no compartidas por Jennifer Garner, habiéndose destapado como fan absoluta de Osmond en su última fiesta de cumple en la que el cantante apareció por sorpresa y probó un trozo de esa tarta en la que ponía «50 going on 13», y en este punto voy a dejar de fingir que algo de esto está tan siquiera mínimamente relacionado con el tema que nos ocupa y que no lo he mencionado para dar salida a mi entusiasmo por tan inconmensurable estampa a la primera oportunidad. El caso es que la ex-estrella (sorry) canta como un animador de crucero al que le hubieran chivado que se comenta que le van a echar por por falta de ganas y le fuera la vida en lograr que hasta el último presente en la cubierta que sólo quiere leer y ponerse rojo como un cangrejo se contagiase del buen rollo. Venga, anímate, ven a cantar con los coros, que nunca viene mal una voz más y al final vais a tener un momento para vosotros solos, sin instrumentación ni nada. Esto todo tan cómicamente voluntarioso que cuesta odiarla aunque sea una absoluta estupidez.

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El último exponente del reconocible estilo «Disney de los 90» es como aquel chiste de Los Simpson de «para nosotros, los sesenta terminaron el día que vendimos aquella furgoneta: 31 de diciembre de 1969». Ni hecho a posta, en 1999 Tarzán usó por última vez el modelo narrativo bien reconocible que había definido una década de películas, señalando el final de una era y dejando que la Disney entrase en el nuevo siglo con paso más incierto. Es más, el gran musical de estilo reconociblemente Disney que estaba en marcha y planeado para su estreno en el 2000, se vino abajo de un modo que parecía obra de algún designio divino, aunque esa es otra historia que contaré cuando acabe con Tarzán.

Incluso si nos limitamos a lo estrictamente musical, Tarzán es un cierre apropiado para una era, dado que su forma de utilizar las canciones denota, si bien no una derrota, sí cierta sumisión a un inevitable cambio de los tiempos. Comentaba cuando hablaba de Mulán lo sistemáticas e inertes que se mostraban las canciones al darse paso una tras otra a lo largo de la trama, sintiéndose su existencia movida por nada más que un obediente compromiso con lo que se esperaba de una película Disney de la época. Tarzán parece darse cuenta y responder con un cambio significativo de la maniobra. Lo más radical habría sido, por supuesto, prescindir directamente de los interludios musicales, pero un giro tan drástico después de diez años de ventas millonarias de bandas sonoras y premios habría sido mucho pedir a los inseguros mandamases. En lugar de eso, se optó por la seguridad de volver a traer a una superestrella de la música, Phil Collins esta vez, y de encomendarle la tarea de componer una serie de canciones que en la pelicula funcionarían más como el elemento engrasador de una serie de montajes que como los habituales números de inspiración broadwayana interpretados por los personajes. ¿He dicho montajes? Quizá debería decir videoclips. Eso es exactamente lo que pretendía el equipo de la película. Para 1999, la MTV ya era una institución con todas las de la ley, y no se me ocurre señal más clara de la normalización del lenguaje del vídeo musical que su entrada en una película Disney de dibujos animados. Reflection es ese caso aislado en Mulán que ya dejaba entrever cómo la influencia de estos cambiantes noventa se colaba por las grietas de las paredes del castillo; y Tarzán lo lleva a sus últimas consecuencias.

Los números musicales más significativos de Tarzán están interpretados por la voz omnisciente de Collins sobre montajes que materializan el paso del tiempo, la idea del aprendizaje o ambas cosas, y funcionan muy bien —pasemos elegantemente por alto el numerito a lo Mayumaná que se marcan los monos en el campamento—. Aportan a la película la frescura necesaria después del apelmazamiento de Mulán; siendo mi favorito entre ellos Son of Man, donde la enérgica canción de Collins evoca mejor que ninguna otra lo trascendental del proceso de aprendizaje del hombre mono.

En un caso que denota lo bellamente concebida que está Tarzán en lo musical, Son of Man es un tema que si bien funciona perfectamente en sí mismo, encuentra su sentido completo como primera mitad de un díptico temático que se anuncia inmediatamente en la primera canción de la película, Two Worlds, uno que se completa con Strangers Like MeStrangers Like Me hace por el otro de estos dos mundos lo que Son of Man hace por el primero, con un segundo proceso de autodescubrimiento por parte de Tarzán que lejos de ser redundante, completa el puzzle de su identidad. Para sorpresa de nadie, ninguna de las tres canciones participntes en esta delicada operación narrativa representó a la película en los Oscar de aquel año. La Disney, predecible como siempre, lanzó a la carrera por el premio a la obligatoriamente cursilona You’ll Be In My Heart, y la Academia, igual de predecible o más, respondió otorgándole el galardón. Fue el último que logró una canción Disney en más de una década.

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Cuando llegaron los créditos finales, los cuatro gatos que vimos El emperador y sus locuras allá por el año 2000 sospechamos que debía haberse dado un enorme problema de comunicación en la cadena de trabajo de aquella película. Era imposible que aquella canción tan bandengue y sentida que arrancó tras el corte a negro, con ese aire como de We Are The World edición milenio, no hubiese acabado allí por accidente, después de ochenta minutos de comedia agresivamente absurdista y buñuelos de apio. Si además te diera por llegar a casa y buscaras en Napster la banda sonora, estarías convencido de haberte bajado el disco equivocado. ¿De dónde salían todas esas canciones? Lo vemos hoy en Cuarto Milenio.

En algún momento de la segunda mitad de los noventa, con todo el mundo en la Disney muy satisfecho con los resultados de la Operación Elton John en El ley león, el estudio se apresuró a asegurarse los servicios de Sting para repetir jugada con el ambicioso y muy épico musical de ambientación mesoamericana que estaba planeado para empezar el nuevo siglo con buen pie. Se iba a llamar El reino del sol. El incauto Sting agarró el proyecto con muchas ganas y su mujer, Trudie Styler, tuvo la feliz ocurrencia de rodar un videodiario de la producción. Este videodiario se convirtió en un accidental y crudísimo testimonio del colapso de una producción y, en términos más amplios, de la pesadilla kafkiana llevaba por burócratas en la que a paso lento pero seguro se había transformado la Disney de Eisner, con creadores que afrontaban cada día como una sangrienta lucha por retener algún control artístico sobre sus proyectos. El documental, un inusual relato de las bambalinas de la Disney sin rastro del habitual embellecimiento cortesía del departamento de Relaciones Públicas propio de los extras de un bluray de Frozen, se llama The Sweatbox, y cada cierto tiempo reaparece en internet durante aproximadamente diez minutos, tras los cuales los abogados de la Disney se lanzan como perros rabiosos a la caza y derribo del enlace.

The Sweatbox muestra la miseria de todos los implicados en el cada vez más distorsionado Reino del Sol, especialmente Sting. Cuando, ya a ultimísima hora, el proyecto se reconfiguró por cuarta o quinta vez, esta vez y ya de forma definitiva como una comedia ligera y de producción lo más sencilla y barata posible para cumplir con las fechas incluidas en los Acuerdos Sagrados con McDonalds y la habitual horda de socios promocionales, poco sitio quedaba para las ambiciosas composiciones del sufrido ex Police. La nueva película tendría muy, muy pocas canciones y no precisamente en la línea majestuosa de El rey león. Para entonces Sting, ya con pocas ganas de vivir, había superado con mucho su umbral de disponibilidad y de paciencia, así que se piró… aunque antes de irse para siempre, se aseguró de sacar algo provechoso de aquel infierno vomitando de cualquier manera una última canción que le aseguraría royalties de por vida de lo que quiera que saliese de allí. El problema es que su creación parecía ajustada a las necesidades de un dramático musical que hacía tiempo que había dejado de existir, así que la insignificante balada de equívoco título —ninguna canción que suene así debería llamarse My Funny Friend and Me— terminó parcheada sobre los créditos finales de la encarnación definitiva de la película con efectos surrealistas, el más surrealista de todos la nominación al Oscar que consiguió.

El emperador y sus locuras, como se conoció por estos lares el insospechadamente genial resultado de esta debacle, tiene poquitas canciones. De hecho tiene dos, lo que no impidió a  Disney Records sacar una banda sonora completa que en realidad es un triste cementerio de temas suprimidos, sin ningún contexto o explicaciones para un comprador medio que se preguntaría si no se durmió repetidas veces durante la película. Lo dicho, dos canciones, el 50% de las cuales son los mencionados cuatro minutos de Sting no queriendo irse sin cobrar.  Por fortuna, no me veo obligado a escoger como ganadora al otro 50% sólo por defecto:

Perfect World es una inmejorable forma de empezar El emperador y sus locuras, una que sí marca con precisión cartesiana el tono de lo que viene a continuación en todos los aspectos. Es autoconsciente en el grado exacto para lucir sin resultar irritante, y después de tantos años de canciones yo-quiero, verlas de pronto reemplazado por el modelo yo-tengo-y-tú-no es una delicia. Por si no fuera suficientemente buena sobre el papel, esa letra tan disparatada y divertida cobra en la práctica una dimensión extra con la irrupción del torrente de voz de un Tom Jones entregado por completo a la causa y comprendiendo la broma a la perfección. (Y con «la broma» no me refiero a la de Sting rechazando cantar el tema alegando que aquello necesitaba la energía de alguien más joven que él y la Disney respondiendo dándole el puesto a un cantante que le sacaba una década).

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En 2001 se cumplieron diez años desde la histórica decisión de Eisner, Katzenberg y el departamento de marketing de la Disney de lanzar una versión pop de Beauty and the Beast que crease una bonita sinergia comercial visibilizando la película en las ondas. No es como si antes de La bella y la bestia Hollywood no hubiera utilizado una canción como arma promocional, pero La bella y la bestia marcó un punto de inflexión que provocó que a lo largo de la década de los 90 la práctica se extendiera por Hollywood como una auténtica epidemia, aplicándose el factor «baladita de créditos» a todo producto que pretendiese convertirse en un blockbuster, musical o no. El caso más famoso implica a una Celine Dion reincidente y corazones que salen adelante pese a todo, pero hay ejemplos de todo pelaje, en diferentes puntos del espectro de lo absurdo.

La Disney celebró la efeméride recurriendo a la tradición con un aire de desesperación que definitivamente no estaba ahí diez años antes. Francamente malherida tras un desastroso 2000 en el que ninguno de los TRES estrenos animados del estudio cubrieron costes, la Disney tenía grandes esperanzas en su nueva y ambiciosa película de aventuras submarinas. No obstante, más de un ejecuta debió darse de golpes contra la pared al saber que lo que los directores de La bella y la bestia y El jorobado de Notre Dame tenían a punto de estreno era una película 100% libre de puñeteras canciones. Es fácil imaginarse a Eisner y su panda aprendiendo del reciente fracaso de Dinosaurio todas las lecciones equivocadas posibles y diciéndose unos a otros que si no hubieran suprimido la balada que Kate Bush había escrito e interpretado para la película, ésta podría de algún modo haberse beneficiado de La Sinergia. Atlantis lo haría. En un momento en el que la racha de éxitos se había visto reemplazada en la compañía por pura incertidumbre, Atlantis se beneficiaría de La Sinergia.

Mýa había participado en la Lady Marmalade de Moulin Rouge. En la Lady Marmalade de Moulin Rouge había participado Christina Aguilera. Christina Aguilera había interpretado la versión pop de Reflection. La versión pop de Reflection había sido un éxito. Mýa = éxito. Este tortuoso camino dio lugar a la aparición de uno de los notorios, por escasos, fracasos de la Disney en el departamente musical, subsección balada pop para película animada. He aquí la extraña y olvidada balada interpretada por Mýa que acompaña a los créditos finales de Atlantis, Where the Dream Takes You:

Yo estoy aquí escribiendo una y otra vez el nombre de Mýa como si supera quién es. No lo sé. Si fuese yo cualquier otra persona, esto sería garantía de que la colaboración con Disney no fue tan mutuamente beneficiosa como todos los implicados debieron prever. Siendo yo, podría tratarse de la cantante más famosa de los 2000 y no haberme enterado. Pero he estado informándome y he confirmado que Where the Dream Takes You no supuso para la carrera de Mýa el salto adelante que Reflection significó en el caso de Xtina —me he atrevido a escribirlo—. Más allá de que estos mundos de la música pop del cambio de siglo no sean exactamente mi campo de experiencia, la canción, con su producción sub-Aguilera, no es buena. La portada del single tampoco. Y Atlantis, que sin ser una maravilla mereció un poco más, no logró esquivar su muerte silenciosa en los cines bajo los pies de Monstruos S.A. y Shrek.

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Ya le gustaría a cualquiera de las histriónicas muestras de cine Diverso e Inclusivo que lleva practicando Disney de unos años para acá tuviera la sinceridad de Lilo y Stitch, su vibración creativa y la facilidad con la que demuestra que la auténtica diversidad aparece ella sola con tan solo explorar caminos narrativos y visuales originales. Lilo y Stitch no es el cínico resultado de un estudio de mercado. Lilo y Stitch es la única película de autor de los Walt Disney Animation Studios. A principios de los 2000, Chris Sanders, que se había pasado la década anterior dibujando storyboards para Aladdin, El rey león y demás, debió aprovecharse de la frustración de un estudio que empezaba a no saber qué tecla pulsar para invocar el éxito de antaño y que seguramente estaba más dispuesto a dejar que todo el que pudiese probase con algo, mientras no costase demasiado dinero. A partir de una vieja idea para un cuento infantil, puso en pie un largometraje extraordinariamente sensible envuelto en una premisa inesperada, situada en el escenario más inusual posible y con una dirección artística única que prolongaba su propio estilo como dibujante. Es una forma muy bella de alcanzar lo que en Moana o Encanto parece fruto de un desalmado algoritmo, y más aún, hablamos de un momento en el que nadie iba a darle a la Disney una palmadita en la espalda por sacar una película que muestra verdadera fascinación por Hawaii, sus paisajes, su cultura y sus gentes.

Y también por la sombra cultural de Elvis Presley sobre el archipiélago. La personalidad única de Lilo y Stitch encuentra una de sus armas secretas en la eterna vinculación entre artista y lugar que establecieron todas aquellas películas de playa, surf y música de los 60 y el mundialmente retransmitido concierto Aloha From Hawaii de 1973. Para Lilo, esta conexión alcanza la categoría de mística, y la película no está demasiado interesada en llevarle la contraria. En su lugar, incluye sin complejos la figura del Rey en un tapiz musical contrastado y muy bonito, que a mis oídos resume la identidad sonora de Hawaii. Frente a las canciones de Elvis que se pinchan en la banda sonora —la asociación icónica adquirida—, las dos canciones originales de la película se alimentan de los sonidos más tradicionales de las islas —la identidad histórica—, y ambas son una delicia.

Mi favorita es He Mele No Lilo, y aunque estoy intentando valorar todas estas canciones aisladas de las escenas a las que acompañan, es posible que me decante por ella gracias a esa transición deliciosamente excéntrica entre la secuencia de apertura, con sus extraterrestres y sus naves espaciales, y las imágenes de Hawaii envueltas en la voz de Mark Kealiʻi Hoʻomalu. Vi Lilo y Stitch apenas salió en DVD, unos meses después de su estreno, y ese fundido que da pie a He Mele No Lilo, tan tonalmente surrealista, tan suyo, consiguió disipar todos los prejuicios hacia la película que había ido alimentando por culpa de aquellos trailers odiosos post-Shrek en los que Stitch arruinaba con su rollo malote escenas míticas de otras películas Disney.

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Yo no sé demasiado de música moderna —sí, música de principios de los 2000 es música muy moderna para mí—, pero sí sé que lo único en El planeta del tesoro más paródicamente enmarcado en su tiempo que la cola de rata que le dibujaron a Jim Hawkins son las canciones. Tiempos extraños para la música, aquellos años. Estamos hablando de una era en la que los cantantes tenían la necesidad imperiosa de evocar la angustia existencial del vocalista grunge de los 90 mediante el singular método de sonar como si estuvieran retransmitiendo a través de un walkie talkie. Hay mucha angustia existencial post-grunge post-insufrible en el personaje de Jim, y por extensión la hay en los temas musicales que acompañan a sus pensamientos, algo que podría haberse evitado si se hubiera dado luz verde a la película cuando sus artífices lo propusieron por primera vez. O por segunda. O por tercera.

La primera ocasión en la que Katzenberg dio largas a John Musker, Ron Clements y su estrambótica Isla del tesoro pero en el espacio fue en 1985, recién llegados él y Eisner a la dirección de la Disney. Durante los siguientes nueve años y hasta su marcha en 1994 para cofundar DreamWorks, encontró gran placer en torear repetidamente a los dos directores y engañarlos para dirigir una película tras otra antes de aprobar su proyecto soñado. Por eso, cuando Katzenberg partió hacia pastos más verdes, la pareja de directores aprovechó para asegurar de forma contractual que nada se interpondría entre ellos y su ansiada meta una vez concluida Hércules. Pero durante los cinco años que duró la producción de El planeta del tesoro, la Disney sufrió cambios. Para 2002 la salud económica del estudio y su hegemonía cultural no eran ni la sombra de lo que eran en 1997, momento en el que en todo caso ambas habían empezado ya a receder lentamente, y Michael Eisner observaba con auténtico pánico y frecuentes dejà vus de Taron los progresos de aquel monstruo hipertrofiado que había alcanzado con honores el título de película de animación más cara de la historia.

Ni siquiera contaba con una vistosa banda sonora llena de canciones, aunque hacía tiempo que Eisner había dejado de encontrar consuelo pensando en las canciones. De haberse puesto en marcha a principios de los 90, esta película habría dependido más del aspecto musical; pero su gestación a finales de la década y una mutación que se alargó hasta entrado el nuevo siglo dio lugar a una película de aventuras que, reproduciendo el familiar escenario de la Disney de principios de los 80 hasta en las penurias financieras, pretendía desvincularse lo máximo posible de su marca de la casa y apelar al público que acudía en masa a ver los blockbusters de acción real de la competencia. En otras palabras: cuanta menos música, mejor.

La gran diferencia entre Taron y El planeta del tesoro eran demasiados años de alegrías derivadas de ese gran invento de los singles promocionales como para prescindir por completo de canciones. A nadie hacía daño una baza extra con opciones de colarse en el hit parade internacional, y El planeta del tesoro contó con dos, compuestas e interpretadas por John Rzeznik. Si mis intenciones con el párrafo inicial han llegado a buen puerto, intuirás que no me tiraría precisamente al paso de un camión por mi favorita de esas dos, que supongo que es I’m Still Here.

Alguien debió pensar que una buena forma de evitar la sensación de parche burdo que destilaba la baladucha de los créditos de Atlantis era introducir estos dos temitas en escenas de la película a modo de materialización omnisciente de la voz interior de Jim. No sé si funciona. El recurso ya se había puesto en práctica con buenos resultados en Tarzán, pero a diferencia de lo que ocurre en aquella, aquí no parece haber ninguna simbiosis entre el espíritu de la película y lo que se oye en las canciones; no transluce una auténtica colaboración entre artistas de distintas áreas. Sólo han pasado tres años desde Tarzán, pero a la Disney le ha dado tiempo a meterse hasta el cuello en una etapa más cínica y desesperada en la que los responsables de las películas no pueden permitirse sopesar si ese sonido tan moderno y comercial está en sincronía con las imágenes y la historia. Por eso, no sólo es que en otra época I’m Still Here hubiese sido una canción distinta y hubiera actuado mejor como complemento a las imágenes y las emociones… Es que no habría sonado como un involuntario grito metafórico de la Disney dirigido a su cada vez más extinto público.

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Es casi como si la comparación que he hecho entre Tarzán y El planeta del tesoro se la hubiese explicado a Michael Eisner y su séquito y ellos, tras una pausa para intentar procesar mi matizada disección de los problemas de raíz que estaban afectando al estudio de animación en los últimos años, hubieran respondido muy despacio «o sea, que deberíamos… ¿llamar otra vez a Phil Collins?». Traté de explicárselo varias veces de cien formas distintas, pero ellos siempre intentaban terminar mis frases igual. «Hay que depositar confianza en los directores y animadores, darles…» «….a Phil Collins». «La clave tras una película de animación trascendente reside en un entendimiento entre…» «¡Phil Collins y el dinero que nos hará ganar Phil Collins!». «El público tiene que sentir que este estudio cuenta historias desde el fondo del co…» «¡…llins, coma, Phil!». Evidentemente les dejé allí muy ocupados en buscar en el rolodex el teléfono de Phil Collins y tomé el primer vuelo a España.

La cuestión es que de algún modo, Michael Eisner, el líder del equipo que había venido a salvar a la agonizante Disney de los 80 la había devuelto exactamente al mismo estado en el que se la encontró. No sólo eso, sino que sus métodos para intentar enderezarla estaban empezando a replicar con precisión los de sus perdidísimos predecesores. Hermano Oso parecía intentar corregir esta peligrosa tendencia dejando de repetir involuntariamente las estrategias de Taron y, en su lugar, buscando invocar la magia de los tiempos de bonanza, los gloriosos 90. Phil Collins era uno de los principales responsables del gran éxito más reciente del estudio

Puede que fuese por amortizar los servicios del viejo Phil, pero aunque a todos se nos haya olvidado, Hermano Oso es el único musical Disney de pleno derecho de todo este extraño periodo posterior al cambio de siglo. Nada menos que seis canciones escribió Collins, imparable e ilusionado hasta que empezó a darse cuenta poco a poco de lo mucho que había cambiado la energía del estudio en los años que habían pasado. El proceso fue más accidentado y lleno de interferencia ejecutiva que en 1999, y su desconcierto fue a más cuando se le informó de que tras una animada charla en los despachos, se había decidido que él no cantaría las canciones, al menos no todas. La codicia se había impuesto en el último momento, y a los mandamases les resultaba apetecible la idea de sumar algún que otro nombre famoso al de Collins, por ejemplo, una Tina Turner en modo mercenario. Un consuelo para Collins debió ser descubrir que una de las que sí cantó, On My Way, fue escogida como estandarte de la película en la campaña publicitaria. No voy a mentir: es mi favorita sólo porque es la única que me suena algo, gracias al machaque que se le dio en 2003.

Déjame explicarme. Ni Collins ni Tina Turner ni nadie es capaz de que las canciones de Hermano Oso atraviesen la densa capa de mocos que cubre mi cerebro. Las escucho y rebotan limpiamente; soy incapaz de recordarlas diez segundos después. Me parecen insustanciales, blandas, genéricas. Así que después de cuarenta y una reseñas, con Hermano Oso me vas a permitir usar la carta de «me gusta ésta porque es la que conozco». Déjame ser humano, por favor. Por una vez. Te lo ruego. Ser un semidios de la elocuencia es agotador.

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¿Cuánto de desliz freudiano hay en escoger para esta última película de animación tradicional la historia del rescate in extremis de una granja arrinconada, asediada por las deudas y al borde de la extinción? Lo admito, no había caído en este obvio palalelismo hasta ahora, al ver Zafarrancho en el rancho por primera vez en años para no poner su música a caer de un burro a partir de recuerdos vagos y distorsionados. Como si hiciera falta otra persona haciendo lo mismo con las películas Disney; un poco más y podremos proponerlo para deporte olímpico.

A primera vista da la impresión de que llamaron a Alan Menken para que se uniera a una última juerga. El cierre definitivo del departamento de animación tradicional de la Disney ya era noticia antes del estreno de Zafarrancho en el rancho, y Menken llevaba sin componer música para una película Disney desde Hércules, siete años atrás. Pero nada más lejos de la realidad. En primer lugar, Zafarrancho se convirtió en la despedida de la animación tradicional por puro accidente, cuando motivos insondables llevaron a la Disney a intercambiar en el último momento las fechas de estreno de Hermano Oso y ésta. Y en segundo, Menken se había puesto a trabajar en esta chorrada nada más terminó Hércules, lo que nos da una idea de lo caótico y sufrido que debió ser su desarrollo. Nada tan pequeño y telefilmero debería tardar siete años en hacerse. Cleopatra se hizo en cinco.

El único punto fuerte de Zafarrancho es la dirección artística, todo lo demás se encuentra diseminado en un espectro que va desde lo simplemente indigno de una despedida como Dios manda a lo abiertamente espantoso. Las canciones, para nuestra suerte, están más cerca de lo primero. No es éste un Menken pletórico, su contribución creada a medias con el letrista Glenn Slater no molesta pero tampoco deslumbra; y el mejor número musical de la película lo es gracias a las imágenes. En el vacío puramente musical, en todo caso, creo que la mejor canción es esta inofensiva muestra de country contemporáneo llamada Little Patch of Heaven.

Piensa que no hay mucho donde elegir. Los créditos finales incluyen dos (¡dos!) singles completos que apenas valdrían para que Kate Hudson comprendiese que en realidad no odia a Matthew McConaughey sino que está enamorado de él, y la balada melancólica de turno se le ocurrió a Menken, alegre el muchacho, como respuesta al 11S. Disculpa si prefiero la alegre tonadilla de aire rural sobre la pequeña granja.

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Es importante que sepas que he pasado por la absoluta tortura de ver esta abominación por primera vez desde 2005 para poder poner en su debido contexto cualquier cosa que pudiera ocurrírseme decir. ¿Cómo llevas tú el pensamiento de que la Disney lanzase al mundo la que aún hoy es posiblemente la película de dibujos más agresivamente fea y mal animada auspiciada por un gran estudio? Yo no muy bien.

Chicken Little es motivo de pena de muerte en algunos países recónditos de Oriente Medio. Uno de los espectáculos de desesperación y absoluta incomprensión de los cambios en un medio más descorazonadores y patéticos que pueden encontrarse en el cine. Una baratija fétida con la que la Disney intentó meter ficha en el cada vez más pujante mundo de la animación por ordenador sin la ayuda de Pixar, quien unos meses atrás había estrenado nada menos que Los increíbles. Un crimen fílmico que yo habría podido pasar limpiamente por alto en nuestro recorrido musical si, entre la casposa selección de superéxitos trillados que pueblan su banda sonora, no hubieran colado una triste y miserable canción original. Así que aquí estamos.

Ninguna canción que empiece usando la frase «it was a recipe for disaster» sin atisbo de ironía va a tener muchas esperanzas de caerme simpática. One Little Slip es una muestra genérica e irritante de pop rock de principios/mediados de los 2000 compuesta e interpretada por los Barenaked Ladies, quienes tras una breve investigación he descubierto que son los tipos que se esconden tras el tema de los créditos de The Big Bang Theory. Realmente parecen empeñados en hacer que les deteste. Y no hay forma de evitarles pasándose a la versión en español; en este punto en la Disney ya ni se molestan en llamar a Chayanne ni a nadie para poner en pie una versioncita con la que agasajar al público hispanoparlante.

Una cosa sí puede decirse a favor de One Little Slip. Es el primer tema que suena en la película, así que a partir de aquí sólo se puede ir para arriba. Por obvia y tópica que sea la lista de greatest hits que le sigue, cruzarte con las canciones más manoseadas de Patti LaBelle es a la fuerza un cambio a mejor. Por supuesto, Chicken Little tiene como principal tarea autosabotearse a cada momento, así que por cada tema de Diana Ross hay que tragarse uno de las Cheetah Girls —por si necesitabas otro recordatorio de la época en la que estamos—.

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La primera parte de este recorrido terminó por todo lo alto, con El libro de la selva como último y apoteósico estertor de creatividad antes de la crisis que siguió a la muerte de Walt. Aquí, habiendo alcanzado el final de la segunda parte, no estamos exactamente ante la misma situación. Suele pasarse por alto el dato de que Chicken Little reportó bastante dinero, de modo que imagina lo sucios que debieron sentirse los responsables del engendro como para que, por una vez, la crisis de prestigio que evidenciaba la mera existencia de esta película pesase más que el beneficio económico que había reportado. Grandes cambios necesitaba la casa que Mickey construyó si quería sobrevivir a este bajo, bajísimo momento de su historia, y grandes cambios fueron los que se sucedieron. Michael Eisner fue expulsado del reino, dejándolo atrás con un comunicado para sus empleados que terminaba con la frase «¡id a ver Chicken Little!», y fue reemplazado por Bob Iger. Los Animation Studios pasaron desde ese momento a estar comandados por un alegre gordito caracterizado por un inconmensurable entendimiento del medio animado, festivas camisas hawaianas y unas manos demasiado largas. Al menos una de esas tres cosas debía ser buena para los negocios.

Procede una pausa para descansar, pero en un futuro cercano volveré con la tercera y última parte. Espero verte por aqui, y Anna y Elsa también.

3 comentarios en “Walt Disney Animation Studios: mis canciones favoritas (II)

  1. Maratoniana segunda entrada ésta, señor Roselló. Y sumamente desigual en cuanto a la calidad de las películas comentadas: muchas cosas pasaron entre la muerte del tito Walt y aquel despropósito de Chicken Little. Desde aquellas películas un poco méh de los años setenta y primeros ochenta (la época oscura, así la llamaron, de la Disney, tan fallida en bastantes cosas, pero tan reivindicable, aunque sólo sea por ese espíritu de experimentación que la presidió, tan raro hoy en día no ya en la casa del ratón, sino en casi todos los productos culturales mainstream, por llamarlos de alguna manera), a la Edad de Oro de los primeros noventa, a otra serie de películas un poco raras, y de nuevo a otra serie de filmes que, cuanto menos se hable de ellos, mejor.
    Las pelis de animalitos, en general, nunca me han gustado mucho, lleven el nombre de Disney o el de Perico el de los Palotes. Entran aquí Dumbo (a pesar de esa escena surrealista y memorable de los «elefantes en Technicolor» que aterró a más de un crío, y de una serie de temas y ambientes singularmente sádicos y violentos), La Dama y el Vagabundo, Bambi, Tod y Toby, 101 Dálmatas, Los rescatadores (a pesar del tono general notablemente oscuro y angustioso de la cinta, que casa mal con las monerías de Bianca y las tonterías de Bernardo), y hasta casi que me pasa con El Rey León (ha habido mejores versiones de Hamlet y mejores versiones de Kimba, el Gran León Blanco). No, a mí las películas sobre animalitos parlantes nunca me han interesado demasiado. No entiendo esa manía de asignar características humanas a los animales, que me parece una estupidez y una cosa que ha confundido a varias generaciones de niños. Sí, sé que soy injusta. Sí, sé que algunas de esas películas eran visualmente muy hermosas y técnicamente verdaderos logros. Y en algunas de ellas, como en las viejas fábulas, puede verse un atisbo de crítica hacia estructuras sociales y personajes humanos, traspuestos al mundo animal Hago, sin embargo, una excepción con Los Aristogatos por tres razones: 1, salen gatitos;2, el número de los Gatos Jazz es una pequeña maravilla; y 3, está ambientada en uno de mis lugares favoritos que también es uno de los más idealizados y mitificados, el París de la Belle Époque, evocado en mil pequeños y deliciosos detalles, desde artistas borrachos a fondos sutilmente evocadores de pinturas impresionistas (nada que ver, si embargo, con otra de esas películas de animación que se parecen razonablemente a clásicos Disney, como es Gay Purr-ée, aparecida unos diez años antes).
    Taron y el Caldero Negro, otra de mis películas favoritas (con sus fallos y todo), no tiene canciones. Y está bien que no las tenga, como no las tenía tampoco El dragón del lago de fuego (una película Disney en la que salen cosas como desnudos y miembros arrancados a mordiscos) o El abismo negro. Eran películas destinadas más a un público joven-adulto o adolescente que a los niños o a toda la familia. Que llegaran a ese público, ya es otro cantar. Y también por una cuestión de tono: después de ver a Taron arrojado al suelo por dragones malvados, sangrando por la boca (creo que es la primera vez en una película Disney en la que vemos al protagonista sangrando), encerrado en una mazmorra y robando la espada de un muerto, como que no pega que a continuación se lance a entonar una romanza, nos venga con una cancioncilla pegajosa o un buen zapateado.
    De las siguientes me quedo con Basil, el ratón superdetective (terrible, en verdad, el título español). Otro de esos clásicos menores a reinvindicar, esa revisión en clave ratonil del mundo de Sherlock Holmes (para muchos críos fue nuestra primera exposición al personaje), en la que lo mejor era precisamente ese villano al que en la versión orginal ponía voz nada menos que el gran Vincent Price, ese actor capaz de dar empaque el bodrio más bodrioso y que encima siempre da la sensación de estarlo pasando en grande. Esa cancioncilla deliciosamente maligna con la que se despide del un tanto cargante y soso protagonista, y no digamos ya su secundario. Pocas canciones en esta peli, pese a venir firmada la BSO por Henry Mancini, y significativamente, cantadas todas por los malos… Malo que por cierto, en el tramo final de la película, se revelaba como genuinamente brutal y terrorífico bajo esa pátina de elegancia decadente tan british… Como una especie de Jekyll y Hyde…
    Mis recuerdos de Oliver y su pandilla son difusos. Es posible que no haya vuelto a verla desde entonces, pero vista hoy en día, esa trasposición de la historia clásica de Oliver Twist a la convulsa Nueva York de los 80, donde la fauna más peligrosa no era precisamente la de cuatro patas, quizá cobre un nuevo significado.
    La Sirenita nunca ha sido de mis películas Disney realmente preferidas, y sospecho que no ha envejecido del todo bien. También tengo que decir que fácilmente puede hacer más de veinte años que no la veo, así que es probable que mis juicios sobre la misma no sean del todo justos. Pero es innegable el papel que tuvo no sólo en el renacimiento de la Disney, que llevaba desde los setenta más perdida que un pulpo en un garaje y viviendo cómodamente de lo que le daban los parques y de los réditos de los clásicos pretéritos (un poco lo mismo que hace hoy, vaya, pero con menos guita y menos vagancia), propiciando una segunda edad de oro, o edad de plata, en lo que se refiere a sus clásicos animados, sino que también se tradujo en un breve resurgir de los ritmos y músicas caribeños, que llevaban varios años relegados a la categoría de música ambiental para cruceros de señoras jubiladas. Además  nos dio una villana memorable y reconocible al primer vistazo, con un carácter peculiar. No estoy al tanto de los entresijos que hubo detrás de la producción, pero sospecho que el gran éxito que, unos años atrás, tuvo la propia Disney con otra película de temática anfibia, 1,2,3 Splash!, esta vez, con actores reales (entre ellos, un incipiente Tom Hanks, a la sazón el rey de la comedia ligera), tuvo mucho que ver. De hecho, la Sirenita de Disney, colorista, cantarina y sexy, quizá se parece a la Madison de Daryl Hannah más que a la romántica y melancólica figura imaginada por Andersen -una figura de feminidad trágica e inocente, en la misma línea de las Odettes, Ondinas y Giselles de los ballets blancos de la época-, desvirtuando más bien su original literario a fin de volverlo más palatable para el gran público, y tomando la historia original más como una excusa que como un argumento (un poco lo mismo que lo que ha ocurrido con las distintas versiones cinematográficas de Frankenstein, donde el carismático y tenebrosamente poético Monstruo ha pasado a ser un bruto descerebrado). Otro tanto puede decirse del mundo donde se mueve Ariel y sus amiguitos: en la cinta de Disney, luminoso, mágico y de reminiscencias mitológicas, cuando en la historia original era más bien lúgubre y amenazante (en consonancia con lo que sucede en otras historias de ambientación subacuática del siglo XIX, como Agneta y el Rey del Mar, donde, además, se invierten los papeles). Estaba claro que Disney no iba a hacer nunca una historia sobre una sirena que tiene que apuñalar al príncipe para romper el hechizo (las sirenas de la Antigüedad clásica eran más siniestras todavía) y que se ve condenada a pasar varios siglos como un alma en pena.
    Con La Bella y la Bestia llegamos probablemente al súmun de la perfección. No lo digo porque sea mi película favorita de todo el ciclo, sino porque probablemente es verdad. Siempre lo ha sido, es, y me temo que será (la casa del ratón lleva años metida en una crisis creativa importante) . Hablo de la versión de verdad, la de los años noventa, no del engendro aquel con la niña de Harry Potter y el niño de Downton Abbey. Creo que simplemente es porque, vista en conjunto, me parece la más adulta. Y, ojo, por adulta no hablo de cosas de sexo o escenas de muertes violentas. Ese tono que digo es consistente en toda la película, no como en otras posteriores, que se podría argumentar que son más «de mayores», como El jorobado de Notre Dame (muy interesante, pero en última instancia, fallida, como lo fueron muchas de aquellas películas de la llamada Etapa Oscura -hay que reivindicarla, pese a todo-), o Pocahontas, que sólo eran adultas a ratos o para según qué cosas. También puede ser por el simple hecho de que la heroína sea la princesa con la que más me he identificado de siempre (una ratita de biblioteca algo rara y que no acaba de encajar en ningún sitio), o que la historia original era tan buena que ni siquiera se la cargaron al intentar volverla más palatable para los más peques o más comercializable en forma de muñequitos, tazas, tote bags, disfraces, alfombrillas de ratón y casi, casi, compresas con alas. A las chicas de clase media-alta del siglo XVIII, que fueron las primeras destinatarias de las historias escritas por Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve y Madame Leprince-Beaumont (hay un tercer cuento, escrito también por la propia Leprince y que nunca se suele mencionar a la hora de hablar de las fuentes literarias de la historia y que estoy casi segura de que los guionistas y realizadores de la película de Disney conocían: en El príncipe querido, debido a sus malas acciones, un príncipe es transformado por un hada en una bestia que tiene cabeza de león por su cólera, cuernos de toro por su brutalidad, patas de lobo por su glotonería y cola de serpiente por su malicia…), había que hacerlas entender por qué se tenían que casar con señores mucho mayores que ellas, a los que apenas conocían, a los que muchas veces veían como verdaderos monstruos y con los que tenían que convivir por razones que no comprendían (eso de casarse por amor es una cosa moderna, y en aquellos tiempos eran cosas que solían decidir las familias, generalmente por dinero, política o cuestiones sociales). Sobre todo, Madame Leprince-Beaumont ya introduce una diferencia importante respecto de los cuentos de Perrault, en los cuales, el que menos era, era por lo menos hidalgo. Bella no es una chica de la nobleza, sino de clase media, algo que se conserva en la mayoría de las adaptaciones de la historia. Los tiempos están cambiando y la receptora mayoritaria de la literatura ya no es la aristocracia, sino la incipiente burguesía, y esto se refleja también de algún modo en el contenido de la historia. A pesar de todos los elementos mágicos, de castillos encantados y demás, el personaje de Bella destila un profundo humanismo en casi todas las versiones. Allá cuando se quede sola con la Bestia, no podrá confiar en mágicos poderes, en hadas o en deus ex-machina, sino sólo en sus propias habilidades personales: su inteligencia, su paciencia, su bondad, su resiliencia. Hay otra cosa que vuelve más atractiva todavía esta historia, y es el hecho de que es una de las pocas historias de este tipo (bildungsroman, las llaman), protagonizadas por un personaje femenino, que empieza la historia siendo casi una niña, y la acaba siendo una mujer.

    Aún así, la versión de Disney, tan edulcorada y colorista, palidece a la vista de otras versiones clásicas, la francesa de Jean Cocteau, la versión rusa de Lev Atamanov, (no comparto sus severas opiniones sobre los cartoons soviéticos: algunos de ellos, como La florecilla escarlata -de la que hay live action, como se dice ahora-, La princesa muerta y los siete caballeros -basada en una obra de Pushkin-, o Snegurochka, me parecen maravillosas, con esa estética que parece inspirada en las bellísimas ilustraciones de Iván Bilibin para los cuentos recopilados por Afanásiev) y, sobre todo, la versión checoslovaca de Juraj Herz (ya se apuntaban maneras en La maldición del hombre lobo, de Terence Fisher, esa maravilla de la Hammer), un verdadero cuento gótico y onírico, donde la Bestia es una especie de siniestra ave carroñera (de la que no llegamos a saber por qué se convirtió en Bestia, y ni siquiera si alguna vez fue otra cosa), que vive en un caserón embrujado que se cae a pedazos, devora cervatillos, viola aldeanas y recita frases oscuramente poéticas pletóricas de un fascinante horror («algún día me darás nombre, y vivo lleno de terror por ese día»).

    Ya la historia original de donde salió todo esto, así como sus diversas transposiciones (todas interesantes, y todas aportando elementos nuevos al legendarium) -de King-Kong a El Fantasma de la Ópera, pasando por Cyrano de Bergerac-, además de muy antigua, era deliciosa y se prestaba a muchas lecturas: la fábula milesia de Eros y Psique, incluida por Apuleyo en El asno de oro, una de las primeras novelas de toda la historia que han llegado hasta nosotros.

    Como habrá podido apreciar, señor Roselló, no soy especialmente aficionada a las canciones de las películas de Disney. En el caso de La bella y la bestia, como en tantas otras cosas, sin embargo, hago una excepción (aquí, la Disney alcanzó un pico de excelencia en todo que ya no ha vuelto a superar: todo lo que ha venido después ha sido decadencia), porque en este caso resulta que la película sí que está llena de canciones memorables. Belle (Provincial Town) es la actualización y puesta al día de la deliciosa presentación de Ichabod Crane en La leyenda de Sleepy Hollow (que hasta cuenta con una suerte de proto-Gastón en el personaje de Brom Bones), Be Our Guest (Qué festín para los hispano parlantes, parodiado de forma divertidísima en Los Simpsons cuando la serie aún molaba), un homenaje a aquellos grandes musicales de los años 30 y 40 puestos en escena por Busby Berkeley, Something There (Hay algo ahí), un momento de introspección en todo el ciclo tan inusual como encantador, de una visceralidad insospechada; Human Again (Humanos otra vez), el canto a la vida conmovedor de un tipo que, a la sazón, se estaba muriendo de sida, y de una manera horripilante (eran los años duros del sida); Beauty and the Beast (Bella y Bestia), el punto culminante de toda la película; cuanto habíamos visto hasta ahí, nos estaba preparando para este momento; The Mob Song, el equivalente en musical, si alguien se hubiera atrevido a hacerlo, de esas clásicas escenas de las masas persiguiendo y cazando al monstruo, típicas del mejor cine de terror de la Universal, de Frankenstein, El Fantasma de la Ópera y tantas otras (¿cómo convertir algo así en un número musical sin desvirtuarlo o que quede ridículo? pues aquí lo hicieron, y encima les quedó bien). Hay quien dice que esa canción refleja la paranoia anti-sida que dominó buena parte de los ochenta y noventa, y que de hecho, sus autores estaban haciendo en realidad (aunque yo creo que inconscientemente) una película sobre el rechazo y la exclusión de ciertos colectivos en aquella época, que, a día de hoy, con el surgimiento de movimientos ultraconservadores y partidos de extrema derecha de nuevo cuño cobra significado (es curioso cómo una película puede ser vista como tradicionalista y conservadora por unos y como subversiva y reivindicativa por otros). Pero el número por el que yo siempre he sentido debilidad, aunque no sé muy bien por qué, es el de Gastón, admirablemente cantado, animado y filmado (esa paródica burla de la masculinidad agresiva y tóxica tradicional -como podría serlo la película entera, con ese protagonista y ese antagonista, la Bestia y Gastón, como caricaturas de ese mismo prototipo masculino exagerado-, metida de manera tan sutil, que puedes llega a pensar es una exaltación de la misma). Cuando ves secuencias como ésta, comprendes que La bella y la bestia se armó no como una película de dibujitos «para niños», sino como una comedia musical, y quizá esta es la razón de que funcionara tan bien entonces y lo siga haciendo aún hoy en día. La robusta y a la vez, amanerada voz de Richard White (un actor y cantante de musicales de formación operística; creo, si la memoria no me falla, que fue el primero en interpretar a Erik en los primeros montajes teatrales de Phantom: nota, si alguna vez los de Disney se decidieran a adaptar El Fantasma de la Ópera, probablemente se basarían en el musical de Yeston y Koppit antes que en la sombría novela orginal), como Gastón, hace subir la escena punto y quilates. Compárese esta escena brillantemente articulada con su mediocre facsímil en el desabrido remake de 2017 perpetrado por Bill Condon, y se verá que no hay color. Es que ni siquiera en los números musicales, que era donde podía haber brillado una película como ésta, se sabe sacar provecho tanto del material original como del propio. Los números musicales del live-action, en particular, están pobremente coreografiados, sosamente puestos en escena, dirigidos sin imaginación y torpemente montados: parece como si Condon se limitara a poner la cámara sobre la mesa, a encenderla y luego se olvidara de que está ahí funcionando. Es como si estuvieran ensayando una obra de teatro y él se limitara a filmarlo. Como un tío tan sumamente gay como Condon pudo ser tan rematadamente incapaz de filmar un lujoso musical que trata precisamente de gente rara e inadaptada porque son diferentes, con un mínimo de gracia y estilo, es uno de los grandes enigmas de nuestro tiempo.
    Con Aladdin la cosa empezó a torcerse. No es que la película fuera mala, ni mucho menos, pero La bella y la bestia había dejado el listón demasiado alto. Era muy difícil superar aquello. Sobre un patrón de aventura canónica, acuñado claramente sobre el molde del clásico de 1939 El ladrón de Bagdad, Aladdin ofrecía un tono más cómico, aventurero y fantástico, y la ambientación exótica, novedosa en las películas de la casa, resultaba bella y sugerente. Aladdin seguía siendo técnica y visualmente maravillosa, entraba muy bien por los ojos y tenía una pareja protagonista singularmente atractiva y carismática y un malo estupendo, cortado por el patrón del homónimo villano Jaffar de la cinta de Powell y Pressburger, interpretado por el inmarcesible Conrad Veidt (uno de los mejores actores del período de entreguerras, y no recordado hoy todo lo que merecería), pero añadiendo unos rasgos de humor irónico totalmente ausentes en el personaje original y que lo acercaban más a un Vicent Price. Pero todo empezaba a tener un cierto regusto a cosa ya vista, y además vista varias veces en la misma década: las motivaciones de la princesa Jasmine se parecían sospechosamente a las de Bella y Ariel; Aladdin era inusual en el sentido de que, por primera vez en muchos años, el acento de la historia se ponía en el chico, pero la idea del pillo con el corazón de oro no era ni mucho menos novedosa; y el conjunto entero, aunque deslumbrante, palidecía si se lo comparaba con películas como la ya citada El ladrón de Bagdad o la entonces semidesconocida The Thief and the Cobbler, a la que muchos tomaron por una de esas producciones explotativas hechas a rebufo de de alguna película o espectáculo famoso para aprovecharse de su éxito, cuando en realidad podía ser justo al revés (mismo caso, por cierto, que El Fantasma de la Ópera de Andrew Lloyd Webber y Phantom, de Yeston y Kopitt).
    Era la época, además, en que Disney empezaba a expandir la experiencia de sus películas más allá de la película misma, y Aladdin tuvo dos continuaciones de ésas que se estrenaban directamente en vídeo, y que no estaban ni tan mal (una de ellas, traía de vuelta al memorable Jaffar y la otra exploraba el trasfondo y el pasado de los personajes), además de una serie de televisión que seguía el espíritu de aquellas deliciosas películas de aventuras de ambientación oriental de Simbad el Marino o Alí Babá (muchas de ellas con efectos especiales del gran Ray Harryhausen), dando un enfoque todavía más fantástico y aventurero a la historia original e introduciendo una galería de personajes secundarios nueva y nada desdeñable (entre los que destacaban especialmente los villanos, como Mirage, Mekanikles o Mozemrath). Del remake con actores de carne y hueso no digo nada porque no me he tomado la molestia de verlo (no me da la vida), pero sólo de ver el trailer, te imaginas uno de esos telefilmes italianos de ambientación bíblica-oriental que tanto dan por las sobremesas de 13TV.

    Con Hércules la cosa ya se fastidió del todo. Intentaron repetir la misma fórmula de Aladdin, humor, acción, aventuras, fantasía, animación y personajes estilizados, una historia de desarrollo y crecimiento personal, musiquita pegadiza, secundarios coloristas… pero el resultado fue una película excesivamente derivativa y autorreferencial. Hércules fue una de esas películas que no se hizo por las razones adecuadas ni adaptó el material adecuado. Ya la historia original de Hércules/Heracles tenía material que hoy juzgaríamos muy poco adecuado para las mentes infantiles, y encima políticamente muy incorrecto para los no tan niños. De entrada, la historia del protagonista comienza con un adulterio (su padre, Zeus, engaña a su madre, Alcmena, haciéndole creer que es su marido ausente para irse a la cama con ella), y acaba con un asesinato (el del propio Heracles; su tercera o cuarta esposa -no me acuerdo- intenta asesinarlo con un veneno por celos, aunque hay que decir en descargo de ella que la cosa se torció y que en realidad no tenía intención de matarlo). Por en medio, un montón de trapacerías, trampas, embustes, violaciones, asesinatos y parricidios. La historia de Heracles se concibió para un mundo con unos valores y un estilo de vida muy diferentes a los de hoy en día, y que, pese a todo, quería enseñar a la gente a sobreponerse y a ser fuerte en medio de la adversidad. Heracles pelea contra monstruos atroces que llenan de dolor el mundo, pero él mismo, a pesar de su valor y grandeza, está lleno de defectos, como la cólera, la glotonería o la lujuria. El propósito de la historia era que la gente aprendiera tanto de las virtudes como de los defectos del héroe. Resulta muy forzado (y descarado) ese intento de convertirlo en una especie de Supermán del mundo antiguo y para toda la familia. Y con todo, Disney podría haber hecho algo que no se apartara tanto de la historia original. Algo como lo que hicieron Jean Chalopin y Nina Wolmark al convertir la Odisea en Ulises 31, uno de los mejores y menos recordados animes de los años 80. La combinación mitología antigua y space opera sonaba rara en el papel, pero ¡vaya si les salió bien el invento!. Si quieres que los chicos se interesen por la cultura clásica, no hay nada como dársela en forma de dibujos animados sobre superhéroes con capa y espada láser que pelean contra cyborgs y monstruos espaciales al son de guitarras eléctricas. La animación y diseño de personajes y producción eran además bastante buenos para lo que solía ser el estándar de la época (incluyendo un uso temprano del ordenador para algunas secuencias) y con banda sonora de rock progresivo que también la apartaba mucho de otras propuestas similares de por aquel entonces. El tono de Ulises, por otra parte, es mucho más adulto y sombrío que el de Hércules, y es una de esas series para niños pero que pueden disfrutar perfectamente los adultos. Porque los dioses griegos eran bellos nos olvidamos de que también eran crueles, y los de Ulises eran criaturas terroríficas y casi lovecraftianas en su arbitrariedad. Desgraciadamente, hoy en día es una serie bastante e injustamente olvidada. Si hubiese sido una serie americana y no francesa, hoy tendríamos de cierto toda una franquicia montada en torno que ríete tú de Star Trek, Star Wars, Harry Potter o similares. Habría habido una serie precuela, dos o tres series secuelas, varios spin-off sobre personajes secundarios, uno o dos largometrajes (alguno de ellos live-action y con estrellas famosas), líneas de juguetes, novelizaciones, historietas, juegos de rol, videojuegos, sets de Lego y puede que incluso hasta su propio parque temático. Hoy, con suerte encuentras los capítulos de la serie en YouTube y similares con una pésima calidad de imagen y audio (la única restauración de la que tengo noticia que se ha hecho ha sido por un fan de la serie, y otro tanto puede decirse de la reedición de la banda sonora). Por supuesto, pese a su falta de audacia (o por eso mismo, precisamente), a Disney le salió bien la jugada, la película vendió carretadas de entradas, cosechó buenas críticas y ganó premios. El público, que empezaba a volverse acomodaticio en extremo, no esperó ni pidió más, y dada la lamentable falta de cultura general de la gente, no se dio cuenta de que, cada vez más, la casa del ratón se empeñaba en adaptar materiales que no comprendía o que no se acomodaban a su propósito declarado, que era hacer películas de entretenimiento familiar. Esto les llevó a dar pasos más arriesgados, y en mi opinión, todavía más fallidos, como fueron los experimentos de Pocahontas y El Jorobado de Notre Dame. Películas que no se sabía si eran para niños o para mayores, que tenían momentos de una solemnidad casi paródica con otros que querían ser más graciosos o más tiernos, pero que no conseguían suavizar las escenas más oscuras o los aspectos más escabrosos de la trama. Decididamente, no eran historias aptas para niños, y si Disney hubiera querido hacer una película sobre esos temas, tendría que haberla enfocado más en el público adulto (¡horror! ¡Una película de dibujitos! ¡Para mayores! Y cuando digo mayores, no digo una de esas cosas erótico-festivas cachondas en plan El Gato Fritz, sino algo tipo Cuando el viento sopla, Orejas Largas o algunas cosas japonesas de los años 70-80).
    Mulan es un caso especial, quizá la última gran película animada de la factoría, que muestra una cierta originalidad y autonomía a la vez que, accesoriamente, cumple su papel de película «de princesas». Hay dos rubias, una morena, una latina y una árabe. Lo normal hubiera sido incorporar una asiática al catálogo. Si se hubiera hecho hoy (ignoro cómo estaban los derechos de distribución de la película entonces) hubiera dicho que Disney quería meter la zarpa en el muy lucrativo y relativamente virgen mercado asiático. Por primera vez quizá en toda la serie, Mulan intenta contar una historia épica, con majestuosos paisajes, grandes movimientos de masas y acontecimientos históricos dramáticos como trasfondo. A la vez, nos cuentan otra historia de desarrollo, transformación y crecimiento personales, que, de nuevo, está protagonizada por una mujer insatisfecha con el rol que la sociedad de su época y país le deparan. Todo trufado  con elementos mágicos y el exótico ambiente de la remota China Imperial, en la senda inaugurada por Aladdin. La imponente banda sonora de Jerry Goldsmith añade un plus a la película, al igual que el excelente diseño de producción y la manera de resolver algunas secuencias. Si en La bella durmiente, el referente estético eran las puntiagudas y coloristas miniaturas borgoñonas y en La bella y la bestia, los pintores franceses de los siglos XVIII y XIX, con sus colores tierra y pastel y sus formas suaves, en Mulan la inspiración se busca en paisajes de la propia China y en antiguos rollos y pinturas orientales, lo que la dota de un exotismo sugestivo, bien que a veces, como en el caso de Aladdin, se quede sólo en éso, en decorado. Mulan no sólo planteaba la peripecia vital de su protagonista, sino que iba un poco más lejos al poner en primer plano problemas generales como las guerras o las injusticias sistémicas de muchas sociedades, pero no profundizaba mucho tampoco en esos temas, y hasta su inclusión parecía a veces algo forzada. Mulan no había empleado (como tampoco lo hacía en la historia original) sus cualidades personales, que eran muchas (y, como en el caso de Bella, lo único que tenía en muchas ocasiones para salir de las dificultades), en luchar contra ellas, sino en resolver contingencias temporales que la afectaban a ella o a su entorno. La historia de Mulan es un relato popular chino de varios siglos de antigüedad, pero no es tampoco único. Hay historias similares en otras épocas y culturas, en Rusia e incluso en España, sobre muchachas que se hacen pasar por hombres para ir a la guerra, a falta de combatientes más válidos en su entorno más próximo. Y significativamente, en la mayoría de las versiones, la chica consigue llevar su engaño hasta el final, es nombrada capitán y vuelve a su casa, siendo sólo en este momento cuando es descubierta (o se da a conocer ella misma) al jefe de su unidad, que, sospechando algo raro, la había seguido. La historia original china no pretendía mostrar las aventuras de una mujer fuerte (si lo hicieran hoy, dirían cosas como  que «es un esperpento woke», «ésa no es la Mulán que yo conocí» o «maldita seas, Disney, as biolado mi infansia»… obviando también con ello el hecho de que las buenas historias perduran porque siempre tienen algo que decir, aunque quizá no lo mismo en todas las épocas), como quizá era el caso de la película hecha entonces, ni hacer una reivindicación queer, como sería seguramente el caso si se hiciera hoy, sino resaltar la piedad filial (es significativo, de todas formas, que por primera vez desde los tiempos de La bella durmiente se nos dé un retrato detallado del entorno familiar de la protagonista) y el respeto hacia sus mayores de la heroína, virtudes centrales en la cultura china. Con todo, siendo Mulan como es una buena película, e incluso una gran película, muchos de sus elementos parecen forzados o repeticiones en peor de cosas ya vistas.  No tengo ni idea de cómo será el remake, ni tengo interés en él. Simplemente, no me da la vida.
    Tarzán es una de esas películas que nunca he visto. Más allá de las estereotipadas películas con Johnny Weissmuller, trufadas de elementos coloniales y más o menos racistas, típicos del contexto de la época, o de las un poquito menos estereotipadas con Gordon Scott donde Tarzán ya era capaz de hilar cinco palabras seguidas, y donde meten elementos más propios del western o incluso del cine negro (vemos en una de ellas al mismísimo James Bond haciendo de atracador de un banco que está en mitad de la selva, más menos), es un personaje que nunca me ha interesado demasiado (sí, ya sé que el Tarzán de las novelas originales ni remotamente era así). Las aventuras de un aristócrata en taparrabos que se pasaba la vida colgando de los árboles y al que el cine se empeña en hacer hablar a base de infinitivos nunca me han llamado la atención.

    Poco puedo decir de las demás. Pasaré por alto las sospechas de plagio que circulan en torno a Atlantis, una película que, creo, simplemente no llegó en el momento adecuado. Como Lilo y Stitch. No comulgo con el estilo visual de la misma (que, por otra parte, tiene el mérito de ser perfectamente reconocible), pero es otra de esas películas que se suele pasar injustamente por alto. Un intento de contar una historia apta para los más pequeños, revisando elementos de E.T., incorporando otros de la ciencia-ficción de los 90 y primeros 00, presentando personajes con los que se podían identificar en un contexto más realista y contemporáneo. Es de las que se merecen ser redescubiertas.

    Nada más, señor Roselló. Gracias por su exhaustiva y magnífica entrada, y perdone el ladrillo. A la espera quedo de la tercera entrega y de nuevas entradas en este blog.

    1. Ostras, milady, ¿ha intentado vencerme por la mano en extensión? Sepa que al hacer scroll decidí que lo mejor sería tomarme la molestia de copiar todo su escrito, llevármelo a indesign, maquetar rápidamente un archivo compatible con mi libro electrónico y leerlo tranquilamente en el sofá (me gusta mi libro electrónico, no tiene retroiluminación alguna y eso lo convierte en una pantalla que no es una pantalla, además de que ni se conecta a internet ni parece estar orientado ni al hiperestímulo colateral ni a nada que no sea dejarte leer tranquilo).

      Cuántas referencias maneja, da gusto entrar en su universo y descubrir las conexiones que es capaz de hacer entre estas películas y la literatura, el cine y el teatro de todas las épocas. Me abruma tan sólo pensar en responderle a todo, así que, en primer lugar, simplemente créame cuando le digo que he leído su réplica de arriba a abajo. En segundo, y por tener la decencia de responder aunque sólo sea a UNA de sus observaciones, le transmito mi sorpresa por su mención a Gay Purr-ée. Este último año ha venido marcado por mi inmersión a fondo, después de una vida de conocimiento superficial, en el universo de Judy Garland; y siendo su participación en la peli de dibujos de la UPA no precisamente uno de sus hitos más recordados, me ha pillado desprevenido la mención por su parte.

      Tengo una mala noticia para usted. Cansado de sentir que, pese a excepciones como la suya, en este blog estoy hablando a la pared, me he prostituido vilmente y he comenzado un experimento en instagram, como si no me resultaran ya lo bastante odiosas las obligaciones que tengo en las redes sociales. He abierto una cuenta ¿literaria? ¿ensayística? dedicada exactamente a este viaje disney-musical, y este mismo viernes arranca la publicación en la que reciclo lo que usted ya ha leído aquí sobre Blancanieves. Eso significa que hasta que no alcance allí el punto al que he llegado en este blog, no retomaré lo que viene a continuación. Lo cierto es que un comentario como el suyo me hace recordar lo odioso de mi decisión, a fin de cuentas no es sino poner la posibilidad de llegar a gente nueva por delante de ser consecuente y agradecido con los que ya me siguen. Y quizá ni siquiera sirva de nada, meterme a escribir en un medio expresamente diseñado para que nadie tenga que pararse a leer nada durante más de segundo y medio suena al acto de un demente. En cualquier caso, espero que me perdone. Sé que no tiene redes sociales, y caeré muerto antes de persuadirla de cambiar eso, pero lo mínimo que puedo hacer es darle la dirección: https://www.instagram.com/unacanciondisney/

      Para todo lo demás, ya sabe dónde encontrarme, ya sea aquí o al otro lado del correo. Muchísimas gracias por su enorme respuesta, es un esfuerzo que, de verdad, no ha pasado desapercibido.

      1. Querido señor Roselló: este comentario tan largo, tiene un truqi. Está escrito en varias tandas, según iban saliendo películas nuevas en esta entrada, y luego pegadas todas juntas. Cuando me ha dado por copiarlas y pegarlas en un Word, he visto, no sin alarma, que salían nada menos que nueve páginas, o cosa así.
        El cine de animación es ese gran desconocido: yo misma no he empezado a entrar en esa terra ignota sino hará cosa de pocos años, un poco de rebote y por casualidad, y siendo muchísimo lo que me queda aún por ver. Es -o era- uno de esos medios con enormes posibilidades expresivas y artísticas, infravalorado y relegado a la categoría de «entretenimiento para críos». Creo que con el cine de animación ha acabado pasando un poco lo mismo que pasó con el cine mudo, como medio de comunicación visual con un gran poder expresivo: cuando estaba llegando a la cima de sus posibilidades, y antes de que se acabara todo su potencial, apareció un medio nuevo, técnicamente más avanzado (el cine sonoro, por un lado, y la animación por ordenador, por otro), que le extendieron sin muchas ceremonias la partida de defunción. No veo mucho interés, ni entre productoras pequeñas e independientes, y mucho menos, entre grandes estudios, en retomar la animación tradicional para darle un enfoque más serio. Ni si quiera Disney, que en un tiempo casi se pudo decir que tuvo el monopolio, parece interesada en su propia herencia, más allá de temas económicos, y de vivir cómodamente de las rentas de tiempos pasados y en explotar marcas comerciales (llámense Star Wars, llámense Marvel…) hasta la náusea con productos derivativos de calidad dudosa, que, si no fuera porque conocemos lo que hay detrás, podríamos pensar que pasó con ellos lo que por lo visto pasaba con muchas películas de serie B o C hasta los años ochenta: un tipo tenía un dinero que necesitaba lavar procedente de algún negocio dudoso y no se le ocurría mejor idea que hacerlo produciendo con él una película en dos fines de semana, con cuatro amiguis en un garaje. Éso, o explotar una propiedad intelectual antes de que los derechos caduquen («que sólo tenemos los derechos de Mariquita Pérez hasta 2023, que si no hacemos la película antes nos va caducar, que tenemos que hacer la película antes para que no caduquen, que como no lo hagamos, vamos a perder los derechos y entonces cualquier hijo de vecino podrá hacer una película sobre esto que probablemente sea mejor que la nuestra, hecha con prisas y de mala manera»), para poder seguir explotándola hasta el infinito y más allá, que decía cierto astronauta. En fin…

        Ay, las redes sociales. Ese pozo sin fondo, esa barra de bar de pueblo donde poder lucir lo cuñados que somos. Si lo de Twitter al final es verdad, significará que también estamos llegando a un cambio de modelo y a un nuevo paradigma. El problema de las redes sociales, y de todo Internet en general, es que antes uno decía una soplaguindez y sólo la oían los vecinos de su pueblo, y la olvidaban en tres minutos. Ahora, gracias a los maravillosos avances de las telecomunicaciones, todo el mundo puede ver, en tiempo real, las tontunas que se nos ocurren, y recordárnoslas en el momento más bochornoso. Llegué, en su día, a abrir un perfil en Instagram donde publicar mis dibujos, habida cuenta de que el experimento de Deviantart no salió del todo bien: no llegué a publicar nada en el otro sitio, y a día de hoy, mi perfil sigue siendo un perfil fantasma. A fecha, el tema artístico de mi vida está muy estancado, ha ido languideciendo, como muchos otros de mis intereses, por circunstancias entre propias y ajenas. No sé si llegaré a retomarlo alguna vez. Viendo como está el panorama, no lo creo.

        Esperaré pacientemente (básicamente es lo único que he hecho en mi vida, esperar pacientemente) a la tercera entrega de la serie. Reciba un afectuoso saludo.

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